domingo, 10 de abril de 2022

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN EL DOMINGO DE RAMOS 2022


Homilía del Papa Francisco en el Domingo de Ramos 2022
POR ALMUDENA MARTÍNEZ-BORDIÚ | ACI Prensa



El Papa Francisco celebró este domingo 10 de abril, Domingo de Ramos, la Misa de la Pasión del Señor, donde señaló que Dios nunca se cansa de perdonar y que “el privilegio de cada uno de nosotros es ser amado y perdonado”. 


También recordó la “locura de la guerra, donde se vuelve a crucificar a Cristo” y aseguró que “Cristo es clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte injusta de los maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con  los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos”. 

A continuación, la homilía pronunciada por el Papa Francisco: 

En el Calvario se enfrentan dos mentalidades. Las palabras de Jesús crucificado en el  Evangelio se contraponen, en efecto, a las de los que lo crucifican. Estos repiten un estribillo: “Sálvate a ti mismo”. Lo dicen los jefes: «¡Que se salve a sí mismo si este es el Mesías de Dios, el  elegido!» (Lc 23,35). Lo reafirman los soldados: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti  mismo!» (v. 37). Y finalmente, también uno de los malhechores, que escuchó, repite la idea:  «¿Acaso no eres el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo!» (v. 39). Salvarse a sí mismo, cuidarse a sí mismo,  pensar en sí mismo; no en los demás, sino solamente en la propia salud, en el propio éxito, en los  propios intereses; en el tener, en el poder y en la apariencia. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la  humanidad que ha crucificado al Señor. Reflexionemos sobre esto.   

Pero a la mentalidad del yo se opone la de Dios; el sálvate a ti mismo discuerda con el  Salvador que se ofrece a sí mismo. En el Evangelio de hoy también Jesús, como sus opositores,  toma la palabra tres veces en el Calvario (cf. vv. 34.43.46). Pero en ningún caso reivindica algo para  sí; es más, ni siquiera se defiende o se justifica a sí mismo. Reza al Padre y ofrece misericordia al  buen ladrón. Una expresión suya, en particular, marca la diferencia respecto al sálvate a ti mismo:  «Padre, perdónalos» (v. 34).  

Detengámonos en estas palabras. ¿Cuándo las dice el Señor? En un momento específico,  durante la crucifixión, cuando siente que los clavos le perforan las muñecas y los pies. Intentemos  imaginar el dolor lacerante que eso provocaba. Allí, en el dolor físico más agudo de la pasión,  Cristo pide perdón por quienes lo están traspasando. En esos momentos, uno sólo quisiera gritar  toda su rabia y sufrimiento; en cambio, Jesús dice: Padre, perdónalos. A diferencia de otros  mártires, que son mencionados en la Biblia (cf. 2 Mac 7,18-19), no reprocha a sus verdugos ni  amenaza con castigos en nombre de Dios, sino que reza por los malvados. Clavado en el patíbulo de la humillación, aumenta la intensidad del don, que se convierte en perdón.  

Hermanos, hermanas, pensemos que Dios hace lo mismo con nosotros. Cuando le causamos  dolor con nuestras acciones, Él sufre y tiene un solo deseo: poder perdonarnos. Para darnos cuenta de esto, contemplemos al Crucificado. El perdón brota de sus llagas, de esas heridas dolorosas que le provocan nuestros clavos. Contemplemos a Jesús en la cruz y pensemos que nunca hemos  recibido palabras más bondadosas: Padre, perdónalos.  

Contemplemos a Jesús en la cruz y veamos  que nunca hemos recibido una mirada más tierna y compasiva. Contemplemos a Jesús en la cruz y  comprendamos que nunca hemos recibido un abrazo más amoroso. Contemplemos al Crucificado y digamos: “Gracias, Jesús, me amas y me perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y  perdonarme”.  

Allí, mientras es crucificado, en el momento más duro, Jesús vive su mandamiento más  difícil: el amor por los enemigos. Pensemos en alguien que nos haya herido, ofendido,  desilusionado; en alguien que nos haya hecho enojar, que no nos haya comprendido o no haya sido  un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes nos han hecho daño! Y también  mirándonos dentro de nosotros mismos y lamiéndonos las heridas que nos han causado los otros, la  vida, la historia. 

Hoy Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el círculo  vicioso del mal y de las quejas, a responder a los clavos de la vida con el amor y a los golpes del  odio con la caricia del perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro o a nuestro  instinto rencoroso? Es una pregunta que debemos hacernos. Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo nos  comportamos con quienes nos han herido. El Señor nos pide que no respondamos según nuestros  impulsos o como lo hacen los demás, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide que rompamos la  cadena del “te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo; te ayudo si me ayudas”. No,  compasión y misericordia para todos, porque Dios ve en cada uno a un hijo. No nos separa en  buenos y malos, en amigos y enemigos. Somos nosotros los que lo hacemos, haciéndolo sufrir. Para  Él todos somos hijos amados, que desea abrazar y perdonar.   

También esa invitación al banquete del Hijo, el Señor invita a todos: blancos, negros, buenos, malos, a todos. Sanos, enfermos, todos. El amor de Jesús es para todos. No hay privilegios en esto, es para todos. El privilegio de cada uno de nosotros es ser amado y perdonados.  

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. El Evangelio destaca que Jesús «decía»  (v. 34) esto. No lo dijo una sola vez en el momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que  estuvo en la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se cansa de perdonar. Debemos entender esto, pero entenderlo no sólo con la mente sino también con el corazón. Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros quienes nos cansamos de pedir perdón, Él nunca se cansa de perdonar.  

N es que aguante hasta un cierto punto para luego cambiar de idea, como estamos tentados de hacer  nosotros. Jesús —enseña el Evangelio de Lucas— vino al mundo a traernos el perdón de nuestros  pecados (cf. Lc 1,77) y al final nos dio una instrucción precisa: predicar a todos, en su nombre, el perdón de los pecados (cf. Lc 24,47). No nos cansemos del perdón de Dios, ni nosotros sacerdotes de administrarlo, ni cada cristiano de recibirlo y testimoniarlo. Nos nos cansemos del perdón de Dios.  

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Observemos algo más. Jesús no sólo  implora el perdón, sino que dice también el motivo: perdónalos porque no saben lo que hacen.  Pero, ¿cómo? Los que lo crucificaron habían premeditado su muerte, organizado su captura, los  procesos, y ahora están en el Calvario para asistir a su final. Y, sin embargo, Cristo justifica a esos  violentos porque no saben. Así es como Jesús se comporta con nosotros: se hace nuestro abogado.  No se pone en contra de nosotros, sino de nuestra parte contra nuestro pecado. Y es interesante el  argumento que utiliza: porque no saben. Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios, que  es Padre, ni tampoco de los demás, que son hermanos. Se nos olvida porqué estamos en el mundo y llegamos a cometer crueldades absurdas. Lo vemos en la locura de la guerra, donde se vuelve a  crucificar a Cristo. Sí, Cristo es clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte  injusta de los maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con  los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos.  Cristo es crucificado hoy allí. 

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Muchos escuchan esta frase inaudita;  pero sólo uno la acoge. Es un malhechor, crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la  misericordia de Cristo suscitó en él una última esperanza que lo llevó a pronunciar estas palabras:  «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). Como diciendo: “Todos se olvidaron de mí, pero tú piensas incluso en quienes te crucifican. Contigo, entonces, también hay lugar para mí”. El buen ladrón  acoge a Dios mientras su vida está por terminar, y así su vida empieza de nuevo; en el infierno del mundo ve abrirse el paraíso: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del perdón de Dios, que transforma la última petición de un condenado a muerte en la primera  canonización de la historia.  

Hermanos, hermanas, en esta semana acojamos la certeza de que Dios puede perdonar todo  pecado, toda distancia, y puede cambiar todo lamento en danza (cf. Sal 30,12); la certeza de que con  Jesús siempre hay un lugar para cada uno; de que con Jesús nunca es el fin, nunca es demasiado tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir. Ánimo, caminemos hacia la Pascua con su perdón. Porque Cristo intercede continuamente ante el Padre por nosotros (cf. Hb 7,25) y, mirando nuestro mundo violento y herido, no se cansa nunca de repetir, y nosotros lo hacemos ahora con nuestro corazón en silencio. Repetir con Jesús: Padre, perdónalos, porque no saben lo que  hacen. 

 

IMÁGENES DEL PAPA FRANCISCO EN DOMINGO DE RAMOS 2022

 





















jueves, 17 de febrero de 2022

25 CONSEJOS DEL PAPA FRANCISCO A LOS SACERDOTES DE HOY



25 consejos del Papa Francisco a los sacerdotes de hoy

POR MERCEDES DE LA TORRE | ACI Prensa

 Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa




Durante la apertura del simposio “Para una teología fundamental del sacerdocio”, el Papa Francisco ofreció a los presbíteros del mundo valiosos consejos que son fruto de sus más de 50 años de sacerdocio.

“He meditado sobre qué compartir de la vida del sacerdote hoy y llegué a la conclusión de que la mejor palabra nace del testimonio que recibí de tantos sacerdotes a lo largo de los años. Lo que ofrezco es fruto del ejercicio de pensar en ellos, discernir y contemplar cuáles eran las notas que los distinguían y les brindaban una fuerza, alegría y esperanza singular en su misión pastoral”, explicó el Papa.

En esta línea, el Santo Padre dijo: “Soy consciente de que mucho se podría hablar y teorizar sobre el sacerdocio, hoy quiero compartirles esta ‘pequeña cosecha’ para que el sacerdote de hoy, sea cual sea el momento que esté viviendo, pueda vivir la paz y la fecundidad que el Espíritu quiere regalar”.

“Recuerdo momentos importantes en mi vida donde esta cercanía con el Señor fue crucial para sostenerme (…). El sacerdote, más que recetas o teorías, necesita herramientas concretas con las que confrontar su ministerio, su misión y su cotidianeidad”, dijo. 

A continuación, ofrecemos 25 consejos del Papa Francisco a los sacerdotes:


1.La cercanía con el Señor es crucial en los momentos oscuros de la vida: “Sin la intimidad de la oración, de la vida espiritual, de la cercanía concreta con Dios a través de la escucha de la Palabra, de la celebración de la Eucaristía, del silencio de la Adoración, de la consagración a la Virgen, del acompañamiento sapiente de un guía, del sacramento de la Reconciliación, el sacerdote es, por así decirlo, solo un ‘obrero cansado’ que no goza de los beneficios de los amigos del Señor”.

2.Que todas las acciones y las actitudes -sean útiles o buenas- tengan siempre “sabor a Evangelio”.

3.Estar atentos ante el “optimismo exacerbado”, el repetir “todo irá bien”, pero avanzar sin discernimiento y sin tomar las decisiones necesarias. “Ese optimismo terminará por ignorar los heridos de esta transformación y que no logra aceptar las tensiones, complejidades y ambigüedades propias del tiempo presente y ‘consagra’ la última novedad como lo verdaderamente real, despreciando así la sabiduría de los años”.

4. “Hacerse cargo con confianza de la realidad anclada en la sabia Tradición viva y viviente de la Iglesia, que puede permitirse remar mar adentro sin miedo”.

5. No caer en “espiritualismos desencarnados”, “discernir la voluntad de Dios es aprender a interpretar la realidad con los ojos del Señor, sin necesidad de evadirnos de lo que acontece a nuestros pueblos y sin la ansiedad que lleva a querer encontrar una salida rápida y tranquilizadora de la mano de una ideología de turno o una respuesta prefabricada, ambas incapaces de asumir los momentos más difíciles e inclusive oscuros de nuestra historia”.

6. Fomentar comunidades con “un fervor apostólico contagioso” y no comunidades “funcionales, bien organizadas, pero sin entusiasmo, ‘todo en orden’, en donde falta el fuego del Espíritu”.

7.No olvidar que la “vocación específica, incluida la del Orden sagrado, es cumplimiento del Bautismo”.

8. Acordarnos que “nuestra primera llamada es a la santidad. Nuestra vocación es en primer lugar una respuesta a Aquel que nos amó primero”.

9. “Sin una relación significativa con el Señor nuestro ministerio está destinado a ser estéril. La cercanía con Jesús, el contacto con su Palabra, nos permite confrontar nuestra vida con la suya y aprender a no escandalizarnos de nada de lo que nos suceda”.

10. Muchas crisis sacerdotales tienen precisamente origen en una escasa vida de oración, en una falta de intimidad con el Señor, en una reducción de la vida espiritual a mera práctica religiosa.

11. Tener espacios de silencio durante el día. “Sustituir el verbo ‘hacer’ de Marta para aprender el ‘estar’ de María”.

12. Aprender a dejar que el Señor “siga realizando su obra en cada uno y que pode todo aquello que es infecundo, estéril y que distorsiona el llamado”.

13.La cercanía con Dios fortalece la cercanía del sacerdote con su Pueblo y viceversa.

14.Obedecer significa “aprender a escuchar y recordar que nadie puede pretender ser el poseedor de la voluntad de Dios, y que esta solo puede entenderse a través del discernimiento”.

15. La obediencia puede “ser confrontación, escucha y, en algunos casos, tensión, pero que no se rompe. Esto pide necesariamente que los sacerdotes recen por los obispos y se animen a expresar su parecer con respeto, valentía y sinceridad”. 

16. Tener “humildad, capacidad de escucha, capacidad de autocrítica y de dejarse ayudar”.

17. Evitar la envidia. “Debemos hablar claro: en nuestros presbiterios existe la envidia, no todos son envidiosos, pero existe la tentación de la envidia, estemos atentos, y de la envidia a las habladurías”.

18. “No tenemos necesidad de presumir, ni mucho menos de pavonearnos o, peor aún, de asumir actitudes violentas, faltando el respeto a quien está junto a nosotros. Porque también existen formas clericales de bullying”.

19. Fomentar el amor fraterno porque es “la gran profecía que en esta sociedad del descarte estamos llamados a vivir”. En este sentido, “no se puede permitir que se crea que el amor fraterno es una utopía”,

20. “El celibato es un don que la Iglesia latina custodia, pero es un don que para ser vivido como santificación requiere relaciones sanas, vínculos de auténtica estima y genuina bondad que encuentran su raíz en Cristo. Sin amigos y sin oración el celibato puede convertirse en un peso insoportable y en un antitestimonio de la hermosura misma del sacerdocio”.

21. “Para comprender de nuevo la identidad del sacerdocio, hoy es importante vivir en estrecha relación con la vida real de la gente, junto a ella, sin ninguna vía de escape”.

22. Ser capaces de “caminar no como un juez sino como el Buen Samaritano que reconoce las heridas de su pueblo, el sufrimiento vivido en silencio, la abnegación y sacrificios de tantos padres y madres por llevar adelante sus familias, y también las consecuencias de la violencia, la corrupción y de la indiferencia que a su paso intenta silenciar toda esperanza”.

23. Ser “pastores del Pueblo y no clérigos de estado, ni profesionales de lo sagrado”, sino “pastores que sepan de compasión, de oportunidad; hombres con valentía capaces de detenerse ante el caído y tender su mano; hombres contemplativos que en la cercanía con su pueblo puedan anunciar en las llagas del mundo la fuerza operante de la Resurrección”.

24. Evitar la “clericalización del laicado, esa promoción de una pequeña élite que en torno al cura termina también por desnaturalizar su misión fundamental”.

25. Para mantener viva y fecunda la vocación es necesario permanecer cerca de Dios, cerca del obispo, cerca de los sacerdotes y cerca del Pueblo de Dios. “Estas cuatro cercanías son una buena escuela para jugar en la cancha grande a la que el sacerdote es convocado sin miedos, sin rigidez, sin reducir ni empobrecer la misión”.  

PENSAMIENTO DEL PAPA FRANCISCO SOBRE LA FE


 

DISCURSO DEL PAPA FRANCISCO A SIMPOSIO: PARA UNA TEOLOGÍA FUNDAMENTAL DEL SACERDOCIO



 Discurso del Papa Francisco a Simposio “Para una teología fundamental del sacerdocio”

Redacción ACI Prensa

 Foto: Pablo Esparza / ACI Prensa




El Papa Francisco inauguró el Simposio internacional “Para una teología fundamental del sacerdocio” que se lleva a cabo del 17 al 19 de febrero en el Vaticano.

En su largo discurso, en el que improvisó en numerosas ocasiones, el Santo Padre defendió el celibato sacerdotal y alentó a los presbíteros a mantener la cercanía con Dios, con el Obispo, entre los sacerdotes y con el Pueblo de Dios.

“Me atrevería a decir que ahí donde funciona la fraternidad sacerdotal y hay lazos de auténtica amistad, también es posible vivir con más serenidad la elección del celibato. El celibato es un don que la Iglesia latina custodia, pero es un don que para ser vivido como santificación requiere relaciones sanas, vínculos de auténtica estima y genuina bondad que encuentran su raíz en Cristo. Sin amigos y sin oración el celibato puede convertirse en un peso insoportable y en un anti testimonio de la hermosura misma del sacerdocio”, advirtió el Papa.


A continuación, el discurso completo pronunciado por el Papa Francisco:


Queridos hermanos, buenos días:

Agradezco la oportunidad de poder compartir con ustedes esta reflexión que nace de lo que el Señor me fue mostrando a lo largo de estos más de 50 años de sacerdocio. No quiero excluir de este recuerdo agradecido a aquellos sacerdotes que, con su vida y testimonio, desde mi niñez me mostraron lo que configura el rostro del Buen Pastor. He meditado sobre qué compartir de la vida del sacerdote hoy y llegué a la conclusión de que la mejor palabra nace del testimonio que recibí de tantos sacerdotes a lo largo de los años. Lo que ofrezco es fruto del ejercicio de pensar en ellos, discernir y contemplar cuáles eran las notas que los distinguían y les brindaban una fuerza, alegría y esperanza singular en su misión pastoral.

A su vez, tengo que decir lo mismo, de aquellos hermanos sacerdotes que tuve que acompañar porque habían perdido el fuego del primer amor y su ministerio se había vuelto estéril, rutinario y sin sentido.

El sacerdote durante su vida pasa por distintos estados y momentos; personalmente he pasado por distintos estados y momentos y rumiando las mociones del espíritu constaté que en algunas situaciones, inclusive en momentos de pruebas, dificultades y desolación, cuando vivía y compartía la vida de determinada manera, permanecía la paz. Soy consciente de que mucho se podría hablar y teorizar sobre el sacerdocio, hoy quiero compartirles esta “pequeña cosecha” para que el sacerdote de hoy, sea cual sea el momento que esté viviendo pueda vivir la paz y la fecundidad que el Espíritu quiere regalar. No sé si estas reflexiones son el “canto del cisne” de mi vida sacerdotal, pero sí puedo asegurar que vienen de mi experiencia. Nada de teorías aquí, hablo de lo que he vivido.

El tiempo que vivimos es un tiempo que nos pide no solo detectar el cambio, sino acogerlo con la consciencia de que nos encontramos ante un cambio de época. Si teníamos dudas sobre esto, el Covid lo hizo más que evidente ya que su irrupción es mucho más que una cuestión sanitaria. Mucho más que un resfrío.

El cambio siempre nos presenta diferentes modos de afrontarlo; el problema es que muchas acciones y muchas actitudes pueden ser útiles y buenas, pero no todas tienen sabor a Evangelio. Aquí está el núcleo. Cambios y acciones que no tienen sabor a Evangelio, discernir esto. 

Por ejemplo, buscar formas codificadas, ancladas en el pasado y que nos “garantizan” una forma de protección contra los riesgos, “refugiándonos” en un mundo o en una sociedad que no existe más -si es que alguna vez existió-, como si ese determinado orden sería capaz de poner fin a los conflictos que la historia nos presenta. La crisis del volver hacia atrás para “refugiarse”. 

Otra actitud puede ser la de un optimismo exacerbado -“todo andará bien”, ir demasiado hacia adelante sin discernimiento y sin las decisiones necesarias- este optimismo terminará por ignorar los heridos de esta transformación y que no logra aceptar las tensiones, complejidades y ambigüedades propias del tiempo presente y “consagra” la última novedad como lo verdaderamente real, despreciando así la sabiduría de los años. 

Son dos tipos de huidas, son las actitudes del asalariado que ve venir al lobo y huye: huye hacia el pasado o huye hacia el futuro. Ninguna de estas actitudes lleva a soluciones maduras. Lo concreto del hoy, allí debemos detenernos. Lo concreto del hoy. 

En cambio, me gusta esa actitud que nace de hacerse cargo con confianza de la realidad anclada en la sabia Tradición viva y viviente de la Iglesia, que puede permitirse remar mar adentro sin miedo. Siento que en este momento histórico, Jesús nos invita, una vez más, a “remar mar adentro” (cf. Lc 5,4) con la confianza de que Él es el Señor de la historia y que, de su mano, podremos discernir el horizonte a transitar. 

Nuestra salvación no es una salvación aséptica, salvación de laboratorio o de espiritualismos desencarnados, es siempre la tentación del gnosticismo, es moderna; discernir la voluntad de Dios es aprender a interpretar la realidad con los ojos del Señor, sin necesidad de evadirnos de lo que acontece a nuestros pueblos y sin la ansiedad que lleva a querer encontrar una salida rápida y tranquilizadora de la mano de una ideología de turno o una respuesta prefabricada, ambas incapaces de asumir los momentos más difíciles e inclusive oscuros de nuestra historia. Estos dos caminos nos llevarían a negar «nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa» (Exort. ap. Evangelii gaudium, 96).

En este contexto, la vida sacerdotal también se ve afectada por este desafío, y un síntoma de ello es la crisis vocacional que en distintos lugares aflige a nuestras comunidades. Sin embargo, es cierto que esto se ha debido frecuentemente a la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico contagioso, por lo que no inspiran entusiasmo y atracción. Comunidades funcionales, por ejemplo, bien organizadas, pero sin entusiasmo, “todo en orden”, falta el fuego del Espíritu.

Donde hay vida, fervor, deseo de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas. Incluso en parroquias donde los sacerdotes no están muy comprometidos y ni son alegres, es la vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que suscita el deseo de consagrarse completamente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esta comunidad activa reza insistentemente por las vocaciones y tiene el valor de proponer a sus jóvenes un camino de especial consagración. 

Cuando caemos en el funcionalismo, en la organización pastoral, todo esto, solamente eso, esto no atrae nada, en cambio cuando hay ese sacerdote, esa comunidad, que tiene este fervor cristiano, bautismal, allí hay atracción de nuevas vocaciones.

La vida de un sacerdote es ante todo la historia de salvación de un bautizado. El Cardenal Ouellet ha mencionado la distinción entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio bautismal, nosotros muchas veces olvidamos el Bautismo y el sacerdote se convierte en una “función”, el funcionalismo. Esto es peligroso.

No debemos nunca olvidar que toda vocación específica, incluida la del Orden sagrado, es cumplimiento del Bautismo. Es siempre una gran tentación vivir un sacerdocio sin el Bautismo -existen, hay sacerdotes sin Bautismo- es decir, sin acordarnos que nuestra primera llamada es a la santidad. 

Ser santos significa conformarse a Jesús y dejar que nuestra vida palpite con sus mismos sentimientos (cf. Flp 2,15). Solo cuando buscamos amar como Jesús amó, hacemos también visible a Dios y realizamos así nuestra vocación a la santidad. Con cuánta razón San Juan Pablo II nos recordaba que «el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado» (Exort. ap. post sinodal, Pastores dabo vobis, 25 marzo 1992, 26). Ve a decir tú a algún Obispo o un sacerdote que debe ser evangelizado, no entienden, y esto sucede, es el drama de hoy.

Toda vocación específica se debe someter a este tipo de discernimiento. Nuestra vocación es en primer lugar una respuesta a Aquel que nos amó primero (cf. 1 Jn 4,19). Y esta es la fuente de esperanza ya que, aun en medio de la crisis, el Señor no deja de amar y, por tanto, de llamar. Y de esto cada uno de nosotros es testigo: un día el Señor nos encontró allí donde estábamos y como estábamos, en ambientes contradictorios o con situaciones familiares complejas -a mí me gusta releer Ezequiel 16 y muchas veces identificarme, me ha encontrado aquí, allí y te ha llevado hacia adelante-, pero eso no lo detuvo para querer escribir, por medio de cada uno de nosotros, la historia de salvación. Desde el comienzo fue así pensemos en Pedro y en Pablo, en Mateo, por nombrar algunos. Su elección no nace de una opción ideal sino de un compromiso concreto con cada uno de ellos, compromiso concreto. 

Cada uno, mirando su propia humanidad, su propia historia, su propio carácter, no se debe preguntar si una opción vocacional es conveniente o no, sino si en conciencia esa vocación abre en él ese potencial de amor que hemos recibido en el día de nuestro Bautismo.

Durante estos períodos de cambio son muchas las preguntas a afrontar y también las tentaciones que vendrán. Por eso, en mi intervención, quisiera referirme simplemente en lo que me parece decisivo para la vida de una sacerdote hoy, teniendo en cuenta lo que dice Pablo: «en Él -es decir en Cristo- todo el edificio bien cohesionado va creciendo hasta formar un templo consagrado al Señor» (Ef 2,21). Crecer en forma ordenada quiere decir crecer en armonía y crecer en armonía solamente lo puede hacer el Espíritu Santo, como la bella definición de San Basilio, ipse harmonia est, en el número 38 del tratado.

Pienso que cada construcción, para mantenerse en pie, necesita unos cimientos sólidos; por eso quiero compartir las actitudes que dan solidez a la persona del sacerdote, quiero compartir las cuatro columnas constitutivas, cuatro columnas constitutivas de nuestra vida sacerdotal y que llamaremos las “cuatro cercanías”, porque siguen el estilo de Dios, que fundamentalmente es un estilo de cercanía (cf. Dt 4,7). 

El estilo de Dios es cercanía, es una cercanía especial, compasiva y tierna. Las tres palabras que definen la vida de un sacerdote, de un cristiano también, que proceden del estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura. 

Ya en el pasado he hecho referencia de esto, pero hoy quisiera detenerme de forma más extensa ya que el sacerdote más que recetas o teorías necesita herramientas concretas con las que confrontar su ministerio, su misión y su cotidianeidad. San Pablo exhortaba a Timoteo a mantener vivo el don de Dios que recibió por la imposición de sus manos, que no es un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad (cf. 2 Tm 1,6-7). 

Creo que estas cuatro columnas, estas cuatro “cercanías” pueden ayudar de manera práctica, concreta y esperanzadora a reavivar el don y la fecundidad que un día se nos prometió. Mantener vivo aquel don. 


Cercanía a Dios

Es decir, cercanía al Señor de las cercanías. «Yo soy la vid, ustedes son las ramas. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí no pueden hacer nada. El que no permanece en mí será echado fuera, al igual que la rama que se seca, que luego se recoge, se arroja al fuego y se quema. Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y se les concederá» (Jn 15,5-7).

Un sacerdote es invitado ante todo a cultivar esta cercanía, la llaman intimidad con Dios, y de esta relación podrá obtener todas las fuerzas necesarias para su ministerio. La relación con Dios es, por decirlo así, el injerto que nos mantiene dentro de un vínculo fecundo. 

Sin una relación significativa con el Señor nuestro ministerio está destinado a ser estéril. La cercanía con Jesús, el contacto con su Palabra, nos permite confrontar nuestra vida con la suya y aprender a no escandalizarnos de nada de lo que nos suceda, a defendernos de los “escándalos”. Al igual que el Maestro se pasará por momentos de alegría y de boda, de milagros y de curaciones, de multiplicación de los panes y de descanso. Existirán momentos en que se podrá ser alabado, pero también llegarán las horas de ingratitud, de rechazo, de duda y de soledad hasta tener que decir: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).

La cercanía con Jesús nos invita a no temer a ninguna de estas horas no porque seamos fuertes, sino porque lo miramos a Él, nos aferramos a él y le decimos: «¡Señor, no me dejes caer en la tentación! Hazme comprender que estoy viviendo un momento importante en mi vida y que tú estás conmigo para probar mi fe y mi amor» (C. M. Martini, La fuerza de la debilidad. Reflexiones sobre Job, Salterrae 2014, 84). Esta cercanía con Dios a veces tiene un estilo de lucha, luchar con el Señor principalmente en esos momentos donde su ausencia se hace más notoria en la vida sacerdotal o en la vida de las personas a ellos encomendada. Luchar y buscar su bendición hasta el amanecer (cf. Gn 32,25-27), que será fuente de vida para muchos. 

A veces es una lucha. Me decía un sacerdote que trabaja aquí en la Curia de poner orden, es joven, me decía que volvía cansado, volvía cansado, pero descansaba antes de ir a la cama delante a la Virgen con el Rosario en la mano. Tenía necesidad de esa cercanía, uno ‘curial’, uno puede decir un empleado del Vaticano. Se critica mucho a la gente de la curia -muchas veces, es verdad- pero también puedo testimoniar que aquí dentro hay santos, y es verdad esto.

Muchas crisis sacerdotales tienen precisamente origen en una escasa vida de oración, en una falta de intimidad con el Señor, en una reducción de la vida espiritual a mera práctica religiosa. Esto quiero distinguir, también en la formación, una cosa es la vida espiritual y otra la práctica religiosa. ‘¿Cómo va tu vida espiritual? Bien, bien, hago la meditación por la mañana, recito el Rosario, rezo la ‘suegra’ -la suegra es el breviario-, rezo el breviario, yo cumplo todo’. Eso es práctica religiosa, pero cómo va tu vida espiritual. 

Recuerdo momentos importantes en mi vida donde esta cercanía con el Señor fue crucial para sostenerme. Sostenerme en momentos obscuros, sin la intimidad de la oración, de la vida espiritual, de la cercanía concreta con Dios a través de la escucha de la Palabra, de la celebración de la Eucaristía, del silencio de la Adoración, de la consagración a la Virgen, del acompañamiento sapiente de un guía, del sacramento de la Reconciliación, sin estas “cercanías” concretas, en definitiva, un sacerdote es, por así decirlo, solo un obrero cansado que no goza de los beneficios de los amigos del Señor.

A mí me gustaba, en la otra Diócesis preguntar a los sacerdotes, me contaban sobre los trabajos, dime ¿cómo vas a la cama? -no entendían- en la noche, cómo vas a la cama, voy cansado, como algo y voy a la cama, y delante a la cama la televisión… Y ¿no pasas ante el Señor para al menos darle las buenas noches? Este es el problema. Falta de cercanía, era normal el cansancio del trabajo e ir a descansar, ver televisión que es lícito, pero sin el Señor, sin esto, había recitado el Rosario, había rezado el breviario, pero sin la intimidad del Señor, no sentía la necesidad de decir al Señor ‘adiós, hasta mañana, muchas gracias’. Son pequeños gestos que revelan la actitud de un alma sacerdotal. 

Muy a menudo, por ejemplo, en la vida sacerdotal se vive la oración sólo como un deber, olvidando que la amistad y el amor no pueden imponerse como una regla externa, sino solo como una elección fundamental de nuestro corazón. Un sacerdote que reza, permanece en la raíz, no es más que un cristiano que ha comprendido en profundidad el don que ha recibido en el Bautismo. Un sacerdote que reza es un hijo que recuerda continuamente que es hijo y que tiene un Padre que lo ama. Un sacerdote que reza es un hijo que se hace “cercano” al Señor.

Pero todo esto es difícil si no estamos acostumbrados a tener espacios de silencio en nuestro día. Si no se sabe sustituir el verbo “hacer” de Marta para aprender el “estar” de María. Es difícil aceptar dejar el activismo que es agotador, muchas veces el activismo es una huída. Es difícil aceptar dejar el activismo que es agotador, porque cuando uno deja de estar ocupado, la paz no llega inmediatamente al corazón, sino la desolación; y para no entrar en desolación, estamos dispuestos a no parar nunca. Es una distracción el trabajo para no entrar en desolación, y la desolación es un punto de encuentro con Dios. 

Pero es precisamente la aceptación de la desolación que viene del silencio, del ayuno de activismo y de palabras, del valor de examinarnos con sinceridad, que todo adquiere una luz y una paz que no se apoyan en nuestras fuerzas y capacidades. Se trata de aprender a dejar que el Señor siga realizando su obra en cada uno y pode todo aquello que es infecundo, estéril y que distorsiona el llamado. 

Perseverar en la oración no solo significa permanecer fieles a una práctica, significa no escapar cuando precisamente la oración nos lleva al desierto. El camino del desierto es el camino que conduce a la intimidad con Dios, siempre que no huyamos, que no encontremos maneras para evadir este encuentro. En el desierto “le hablaré a su corazón”, dice el Señor a su pueblo por boca del profeta Oseas (cf. 2,16).

Esta es una cuestión para preguntarse, si es capaz de dejarse conducir al desierto. Los acompañamientos espirituales, quienes acompañan a los sacerdotes, deben entender y ayudarles a hacer esta pregunta: ¿tú eres capaz de dejarte conducir al desierto o vas inmediatamente al oasis de la televisión?

La cercanía con Dios permite al sacerdote tomar contacto con el dolor que hay en nuestro corazón y que, si se acepta, nos desarma hasta hacer posible el encuentro. La oración que como fuego anima la vida del sacerdote es el grito de un corazón quebrantado y humillado, que -nos dice la Palabra- el Señor no desprecia (cf. Sal 50,19). «Cuando uno grita, el Señor lo escucha / y lo libra de sus angustias; / el Señor está cerca de los atribulados, / salva a los abatidos» (Sal 34, 18-19).

Un sacerdote tiene que tener un corazón suficientemente “ensanchado” para dar cabida al dolor del pueblo que le ha sido confiado y, al mismo tiempo, como el centinela, anunciar la aurora de la Gracia de Dios que se manifiesta en ese mismo dolor. Abrazar, aceptar y presentar la propia miseria en cercanía al Señor será la mejor escuela para poder hacer lugar gradualmente a toda la miseria y el dolor que encontrará diariamente en su ministerio hasta que él mismo se vuelva como el corazón de Cristo. Esto preparará al sacerdote también para otras de las cercanías: con el Pueblo de Dios. En la cercanía con Dios el sacerdote fortalece la cercanía con su Pueblo y viceversa. En la cercanía con su pueblo también vive la cercanía con su Señor.

Esta cercanía con Dios a mi me llama la atención, es la primera tarea de los obispos, porque cuando los apóstoles inventan a los diáconos Pedro explica la función: a nosotros -los obispos- nos corresponde rezar y anunciar la Palabra. Y esto lo debe aprender también el sacerdote, rezar. «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30), decía Juan Bautista. La intimidad con Dios hace posible todo esto, porque en la oración se experimenta ser grandes a sus ojos, y ya no es un problema para los sacerdotes cercanos al Señor hacerse pequeños a los ojos del mundo. Y ahí, en esa cercanía, ya no da miedo conformarse con Jesús crucificado, como se nos pide en el rito de la ordenación sacerdotal. Que es muy bonito pero lo olvidamos a menudo.


Cercanía al Obispo

Esta segunda cercanía durante mucho tiempo solo se leía en forma unilateral. Como Iglesia con demasiada frecuencia, e incluso hoy, hemos dado a la obediencia una interpretación lejana al sentir del Evangelio. La obediencia no es un atributo disciplinar sino la característica más profunda de los vínculos que nos unen en comunión. Obedecer, en este caso al Obispo, significa aprender a escuchar y recordar que nadie puede pretender ser el poseedor de la voluntad de Dios, y que ésta solo puede entenderse a través del discernimiento. La obediencia, por tanto, es escuchar la voluntad de Dios, que se discierne precisamente en un vínculo. Esta actitud de escucha permite madurar la idea de que cada uno no es el principio y fundamento de la vida, sino que necesariamente debe confrontarse con otros. Esta lógica de las cercanías -en este caso con el Obispo, pero que también rige para las otras- posibilita romper toda tentación de encierro, de autojustificación y de llevar una vida “de soltero o de solteros”. 

Cuando los sacerdotes se encierran, se encierran, y terminan “solterones”, con todas las manías, las cosas de los “solterones”, no es bonito eso. Y esta cercanía invita, por el contrario, a apelar a otras instancias para encontrar el camino que conduce a la verdad y a la vida.

El obispo, no es un supervisor de escuela, no es un vigilante, es un padre. Y se debe dar esta cercanía, y el obispo debe intentar comportarse así porque de lo contrario aleja a los sacerdotes o acerca solamente a los ambiciosos. 

El obispo, sea quien sea, permanece para cada presbítero y para cada Iglesia particular como un vínculo que ayuda a discernir la voluntad de Dios. Pero no debemos olvidar que el obispo mismo solo puede ser instrumento de este discernimiento si también él se pone a la escucha de la realidad de sus presbíteros y del pueblo santo de Dios que le ha sido confiado. Cito la Evangelii gaudium: «Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida» (n. 171).

No es casualidad que el mal, para destruir la fecundidad de la acción de la Iglesia, busca socavar los vínculos que nos constituyen. Defender los vínculos del sacerdote con la Iglesia particular, con el instituto a que se pertenece y con su propio obispo hace que la vida sacerdotal sea digna de crédito, defender el vínculo. La obediencia es la opción fundamental por acoger a quien ha sido puesto ante nosotros como signo concreto de ese sacramento universal de salvación que es la Iglesia. Obediencia que puede ser confrontación, escucha y, en algunos casos, tensión, pero no se rompe. Esto pide necesariamente que los sacerdotes recen por los obispos y se animen a expresar su parecer con respeto, valentía y sinceridad. Pide también de los obispos, humildad, capacidad de escucha, capacidad de autocrítica y de dejarse ayudar. Si defenderemos este vínculo, avanzaremos con seguridad en nuestro camino. 


Cercanía entre los sacerdotes

Es precisamente a partir de la comunión con el obispo que se abre la tercera cercanía, que es la de la fraternidad. Jesús se manifiesta allí donde hay hermanos dispuestos a amarse: «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos» (Mt 18,20). También la fraternidad como la obediencia no puede ser una imposición moral externa a nosotros. La fraternidad es escoger deliberadamente, ser santos con los demás y no en soledad, santos con los demás. 

Un proverbio africano dice: “Si quieres ir rápido tienes que ir solo, mientras que si quieres ir lejos tienes que ir con otros”. A veces parece que la Iglesia es lenta -y es verdad-, pero me gusta pensar que es la lentitud de quien ha decidido caminar en fraternidad. Incluso acompañando a los últimos, siempre en fraternidad.

Las características de la fraternidad son las del amor. San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios (cap. 13), nos ha dejado un “mapa” claro del amor y, en cierto sentido, nos ha indicado a qué debe aspirar la fraternidad. En primer lugar, a aprender la paciencia, que es la capacidad de sentirnos responsables de los demás, de cargar sus pesos, de sufrir, en cierto modo, con ellos. Lo contrario a la paciencia es la indiferencia, la distancia que creamos con los demás para no sentirnos involucrados en su vida. En muchos presbíteros tiene lugar el drama de la soledad, de sentirse solos. Se tiene la sensación de sentirse no dignos de paciencia y de consideración. Más aún, sienten que del otro no pueden esperar el bien, la benignidad, sino sólo el juicio. El otro es incapaz de alegrarse del bien que se nos presenta en la vida, y yo tampoco soy capaz de alegrarme cuando veo el bien en la vida de los demás. Esta incapacidad es la envidia, que tanto atormenta a nuestros ambientes y que es una fatiga en la pedagogía del amor, no simplemente un pecado que se debe confesar. El pecado es lo último, la actitud envidiosa. La envidia está muy presente en las comunidades sacerdotales.

En la Palabra de Dios se dice que la envidia es la actitud destructora. Por la envidia, la envidia del diablo, entró el pecado al mundo, es la puerta, es la puerta para la destrucción. Y sobre esto debemos hablar claro: en nuestros presbiterios existe la envidia, no todos son envidiosos, pero existe la tentación de la envidia, estemos atentos, y de la envidia a las habladurías. 

Para sentirnos parte de la comunidad, del “ser de los nuestros”, no hace falta ponernos máscaras que muestran sólo una imagen triunfante de nosotros. No tenemos necesidad de presumir, ni mucho menos de pavonearnos o, peor aún, de asumir actitudes violentas, faltando el respeto a quien está junto a nosotros. Porque también existen formas clericales de bullying. Porque un sacerdote, si de algo tiene que presumir es de la misericordia del Señor; porque el sacerdote mismo conoce su pecado, su miseria y sus límites, pero hizo experiencia que donde abundó el pecado sobre abundó la gracia (cf. Rm 5,20); y esa es su mejor buena noticia. Un sacerdote que tiene presente esto no es envidioso, no puede ser envidioso. 

El amor fraterno no busca el propio interés, no deja espacio a la ira, al resentimiento, como si el hermano que está a mi lado me hubiera defraudado de alguna manera. Y cuando encuentro la miseria del otro, estoy dispuesto a olvidar para siempre el mal recibido, a no convertirlo en el único criterio de juicio, hasta el punto de gozar quizás de la injusticia cuando se refiere precisamente a quien me ha hecho sufrir. El amor verdadero se complace en la verdad y considera un pecado grave ir contra ella y contra la dignidad de los hermanos con calumnias, maledicencias y las habladurías. El origen es la envidia y se llega también a las calumnias para alcanzar un lugar. Esto es muy triste, cuando se solicitan desde aquí informaciones para hacer obispo a alguno y muchas veces, muchas veces, recibimos informaciones enfermas de envidia, y esto es una enfermedad de nuestros presbiterios. Muchos de ustedes son formadores en los seminarios, tengan en cuenta esto. 

Pero, en este sentido no se puede permitir que se crea que el amor fraterno es una utopía, menos aún un “lugar común” para suscitar bellos sentimientos o palabras de circunstancias en un discurso tranquilizador, ¡no! Todos sabemos lo difícil que puede ser vivir en comunidad, o en presbiterio, algún santo decía la vida comunitaria es mi penitencia, no, compartir el día a día con aquellos que hemos querido reconocer como hermanos. El amor fraterno, si no queremos endulzarlo, acomodarlo, disminuirlo es “la gran profecía” que en esta sociedad del descarte estamos llamados a vivir. Me gusta pensar al amor fraterno como un gimnasio del espíritu donde día a día nos confrontamos con nosotros mismos y tenemos el termómetro de nuestra vida espiritual. Hoy la profecía de la fraternidad sigue viva y necesita anunciadores; necesita personas que conscientes de sus límites y de las dificultades que se presentan se dejen tocar, cuestionar y movilizar por las palabras del Señor: «Todos conocerán que son mis discípulos si se aman unos a otros» (Jn 13,35).

El amor fraterno para los presbíteros no queda encerrado en un pequeño grupo, sino que se declina como caridad pastoral (cf. Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23), que impulsa a vivirlo concretamente en la misión. Podemos decir que amamos si aprendemos a declinar esa caridad pastoral en la manera que la describe san Pablo. Y solo quien busca amar está a salvo. Quien vive con el síndrome de Caín, con la convicción de que no puede amar porque siente siempre no haber sido amado, valorizado, tenido en la justa consideración, al final vive siempre como un vagabundo, sin sentirse nunca a casa, y por eso mismo está más expuesto al mal, a hacerse daño y hacer daño a los demás. Por eso el amor en el presbiterio tiene una función de protección, protección mutua. 

Me atrevería a decir que ahí donde funciona la fraternidad sacerdotal y hay lazos de auténtica amistad, también es posible vivir con más serenidad la elección del celibato. El celibato es un don que la Iglesia latina custodia, pero es un don que para ser vivido como santificación requiere relaciones sanas, vínculos de auténtica estima y genuina bondad que encuentran su raíz en Cristo. Sin amigos y sin oración el celibato puede convertirse en un peso insoportable y en un anti testimonio de la hermosura misma del sacerdocio.


Cercanía al pueblo

Nos hará bien leer la Lumen Gentium, el número 8 y el número 12. Muchas veces he señalado como la relación con el Pueblo Santo de Dios no es un deber para cada uno de nosotros un deber sino una gracia. «El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 272). Es por eso que el lugar de todo sacerdote está en medio de la gente, en una relación de cercanía con el pueblo. He señalado en la Evangelii gaudium que «para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo fiel. Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Jesús quiere servirse de los sacerdotes para llegar más cerca al Pueblo de Dios. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia» (n. 268). La identidad sacerdotal no se puede entender sin la pertenencia al Pueblo de Dios.

Estoy convencido que, para comprender de nuevo la identidad del sacerdocio, hoy es importante vivir en estrecha relación con la vida real de la gente, junto a ella, sin ninguna vía de escape. «A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo» (ibíd, 270). El pueblo no es una categoría lógica, solamente para entenderlo es necesario acercarse como una categoría mítica.

Cercanía al Pueblo de Dios. Una cercanía que, enriquecida con las “otras cercanías”, invita y en cierta medida exige desarrollar el estilo del Señor, que es estilo de cercanía, de compasión y de ternura porque capaz de caminar no como un juez sino como el Buen Samaritano que reconoce las heridas de su pueblo, el sufrimiento vivido en silencio, la abnegación y sacrificios de tantos padres y madres por llevar adelante sus familias, y también las consecuencias de la violencia, la corrupción y de la indiferencia que a su paso intenta silenciar toda esperanza. Cercanía que permite ungir las heridas y proclamar un año de gracia en el Señor (cf. Is 61,2). 

Es clave recordar que el Pueblo de Dios espera encontrar “pastores” al estilo de Jesús -y no tanto “clérigos de estado”. Recordemos en aquella época en Francia con el cura de Ars. El Pueblo de Dios nos pide pastores del Pueblo y no “clérigos de estado” o “profesionales de lo sagrado”- ; pastores que sepan de compasión, de oportunidad; hombres con valentía capaces de detenerse ante el caído y tender su mano; hombres contemplativos que en la cercanía con su pueblo puedan anunciar en las llagas del mundo la fuerza operante de la Resurrección.

Una de las características cruciales de nuestra sociedad de “redes” es que abunda el sentimiento de orfandad. Conectados a todo y a todos falta la experiencia de “pertenencia” que es mucho más que una conexión. Con la “cercanía” del pastor se puede convocar a la comunidad y ayudar a crecer el sentimiento de pertenencia; pertenecemos al Santo Pueblo fiel de Dios que está llamado a ser signo de la irrupción del Reino de Dios en el hoy de la historia. Si el pastor anda disperso, lejano, las ovejas también se dispersarán y quedarán al alcance de cualquier lobo.

Esta pertenencia, a su vez, proporcionará el “antídoto” contra una deformación de la vocación que nace precisamente de olvidarse que la vida sacerdotal se debe a otros -al Señor y a las personas por él encomendadas-. Este olvido está en las raíces del clericalismo, ha hablado el Cardenal Ouellet, y sus consecuencias. 

El clericalismo es una perversión -y uno de sus signos es la rigidez, otra perversión- porque se constituye con “lejanías”. Cuando pienso en el clericalismo, pienso también en la clericalización del laicado, esa promoción de una pequeña elite que entorno al cura termina también por desnaturalizar su misión fundamental (cf. Gaudium et spes, 44). Muchos laicos clericalizados, muchos, dicen soy de esta asociación, de tal parroquia… los elegidos, muchos, clericalizados, es una tentación. 

Recordemos que «la misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).

Me gustaría relacionar esta cercanía al Pueblo de Dios con la cercanía con Dios, ya que la oración del Pastor, se nutre y encarna en el corazón del Pueblo de Dios. Cuando reza, el pastor lleva las marcas de las heridas y las alegrías de su gente a la que presenta desde el silencio al Señor para que las unja con el don del Espíritu Santo. Es la esperanza del pastor que confía y lucha para que el Señor bendiga a su Pueblo.

Siguiendo -concluyo- la enseñanza de San Ignacio «porque no el mucho saber harta y satisface al ánima, más el sentir y gustar de las cosas internamente» (Ejercicios Espirituales, Anotaciones, 2), a los Obispos y sacerdotes hará bien preguntarse “cómo están mis cercanías”, cómo estoy viviendo estas cuatro dimensiones que configuran mi ser sacerdotal de manera transversal y que me permiten “gestionar” las tensiones y “desequilibrios” que a diario tenemos que manejar. 

Estas cuatro cercanías son una buena escuela para “jugar en la cancha grande” a la que el sacerdote es convocado sin miedos, sin rigidez, sin reducir ni empobrecer la misión. Un corazón sacerdotal sabe de cercanías porque el primero que quiso ser cercano fue el Señor. Que Él visite a sus sacerdotes en la oración, en el Obispo, en los hermanos presbíteros y en su pueblo. Que Él altere las rutinas e incomode un poco, despierte la inquietud -como en el tiempo del primer amor- ponga en movimiento todas las capacidades para que nuestros pueblos tengan vida y vida en abundancia (cf. Jn 10,10). 

Las cercanías del Señor no son una carga más sino son un regalo que Él hace para mantener viva y fecunda la vocación. Frente a la tentación de encerrarnos en discursos y discusiones interminables sobre la teología del sacerdocio o sobre teorías de lo que debería ser, el Señor mira con ternura y compasión y ofrece a los sacerdotes las coordenadas desde donde discernir y mantener vivo el ardor por la misión: cercanía, que es compasiva y tierna, cercanía con Dios, con el Obispo, con los hermanos presbíteros y con el pueblo que le fue confiado. Cercanía con el estilo de Dios que es cercano con compasión y ternura. Y gracias a ustedes por su cercanía y su paciencia, gracias.

martes, 4 de enero de 2022

MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO PARA LA JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO 2022



Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial del Enfermo 2022

Redacción ACI Prensa

 Foto: Vatican Media



El Vaticano publicó el Mensaje del Papa Francisco para la próxima Jornada Mundial del Enfermo que se llevará a cabo el 11 de febrero de 2022 con el tema: “Sean misericordiosos así como el Padre de ustedes es misericordioso. (Lc 6,36). Estar al lado de los que sufren en un camino de caridad”.


Se trata de la XXX Jornada Mundial del Enfermo, ocasión que se celebra cada año el 11 de febrero, memoria litúrgica de la Virgen de Lourdes.


“La cercanía a los enfermos y su cuidado pastoral no solo es tarea de algunos ministros específicamente dedicados a ello; visitar a los enfermos es una invitación que Cristo hace a todos sus discípulos. ¡Cuántos enfermos y cuántas personas ancianas viven en sus casas y esperan una visita! El ministerio de la consolación es responsabilidad de todo bautizado, consciente de la palabra de Jesús: «Estuve enfermo y me visitaron» (Mt 25,36)”, destacó el Santo Padre.


A continuación, el Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial del Enfermo 2022:


«Sean misericordiosos así como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 6,36). Estar al lado de los que sufren en un camino de caridad


Queridos hermanos y hermanas:

Hace treinta años, san Juan Pablo II instituyó la Jornada Mundial del Enfermo para sensibilizar al Pueblo de Dios, a las instituciones sanitarias católicas y a la sociedad civil sobre la necesidad de asistir a los enfermos y a quienes los cuidan.[1]


Estamos agradecidos al Señor por el camino realizado en las Iglesias locales de todo el mundo durante estos años. Se ha avanzado bastante, pero todavía queda mucho camino por recorrer para garantizar a todas las personas enfermas, principalmente en los lugares y en las situaciones de mayor pobreza y exclusión, la atención sanitaria que necesitan, así como el acompañamiento pastoral para que puedan vivir el tiempo de la enfermedad unidos a Cristo crucificado y resucitado.


Que la XXX Jornada Mundial del Enfermo -cuya celebración conclusiva no tendrá lugar en Arequipa, Perú, debido a la pandemia, sino en la Basílica de San Pedro en el Vaticano- pueda ayudarnos a crecer en el servicio y en la cercanía a las personas enfermas y a sus familias.



1. Misericordiosos como el Padre

El tema elegido para esta trigésima Jornada, «Sean misericordiosos así como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 6,36), nos hace volver la mirada hacia Dios «rico en misericordia» (Ef 2,4), que siempre mira a sus hijos con amor de padre, incluso cuando estos se alejan de Él. De hecho, la misericordia es el nombre de Dios por excelencia, que manifiesta su naturaleza, no como un sentimiento ocasional, sino como fuerza presente en todo lo que Él realiza. Es fuerza y ternura a la vez. Por eso, podemos afirmar con asombro y gratitud que la misericordia de Dios tiene en sí misma tanto la dimensión de la paternidad como la de la maternidad (cf. Is 49,15), porque Él nos cuida con la fuerza de un padre y con la ternura de una madre, siempre dispuesto a darnos nueva vida en el Espíritu Santo.


2. Jesús, misericordia del Padre


El testigo supremo del amor misericordioso del Padre a los enfermos es su Hijo unigénito. ¡Cuántas veces los Evangelios nos narran los encuentros de Jesús con personas que padecen diversas enfermedades! Él «recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas de los judíos, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando todas las enfermedades y dolencias de la gente» (Mt 4,23). Podemos preguntarnos: ¿por qué esta atención particular de Jesús hacia los enfermos, hasta tal punto que se convierte también en la obra principal de la misión de los apóstoles, enviados por el Maestro a anunciar el Evangelio y a curar a los enfermos? (cf. Lc 9,2).


Un pensador del siglo XX nos sugiere una motivación: «El dolor aísla completamente y es de este aislamiento absoluto del que surge la llamada al otro, la invocación al otro».[2] Cuando una persona experimenta en su propia carne la fragilidad y el sufrimiento a causa de la enfermedad, también su corazón se entristece, el miedo crece, los interrogantes se multiplican; hallar respuesta a la pregunta sobre el sentido de todo lo que sucede es cada vez más urgente.


Cómo no recordar, a este respecto, a los numerosos enfermos que, durante este tiempo de pandemia, han vivido en la soledad de una unidad de cuidados intensivos la última etapa de su existencia atendidos, sin lugar a dudas, por agentes sanitarios generosos, pero lejos de sus seres queridos y de las personas más importantes de su vida terrenal. He aquí, pues, la importancia de contar con la presencia de testigos de la caridad de Dios que derramen sobre las heridas de los enfermos el aceite de la consolación y el vino de la esperanza, siguiendo el ejemplo de Jesús, misericordia del Padre.[3]


3. Tocar la carne sufriente de Cristo


La invitación de Jesús a ser misericordiosos como el Padre adquiere un significado particular para los agentes sanitarios. Pienso en los médicos, los enfermeros, los técnicos de laboratorio, en el personal encargado de asistir y cuidar a los enfermos, así como en los numerosos voluntarios que donan un tiempo precioso a quienes sufren.


Queridos agentes sanitarios, su servicio al lado de los enfermos, realizado con amor y competencia, trasciende los límites de la profesión para convertirse en una misión. Sus manos, que tocan la carne sufriente de Cristo, pueden ser signo de las manos misericordiosas del Padre. Sean conscientes de la gran dignidad de su profesión, como también de la responsabilidad que esta conlleva.


Bendigamos al Señor por los progresos que la ciencia médica ha realizado, sobre todo en estos últimos tiempos. Las nuevas tecnologías han permitido desarrollar tratamientos que son muy beneficiosos para las personas enfermas; la investigación sigue aportando su valiosa contribución para erradicar enfermedades antiguas y nuevas; la medicina de rehabilitación ha desarrollado significativamente sus conocimientos y competencias. Todo esto, sin embargo, no debe hacernos olvidar la singularidad de cada persona enferma, con su dignidad y sus fragilidades.[4]


El enfermo es siempre más importante que su enfermedad y por eso cada enfoque terapéutico no puede prescindir de escuchar al paciente, de su historia, de sus angustias y de sus miedos. Incluso cuando no es posible curar, siempre es posible cuidar, siempre es posible consolar, siempre es posible hacer sentir una cercanía que muestra interés por la persona antes que por su patología. Por eso espero que la formación profesional capacite a los agentes sanitarios para saber escuchar y relacionarse con el enfermo.


4. Los centros de asistencia sanitaria, casas de misericordia


La Jornada Mundial del Enfermo también es una ocasión propicia para centrar nuestra atención en los centros de asistencia sanitaria. A lo largo de los siglos, la misericordia hacia los enfermos ha llevado a la comunidad cristiana a abrir innumerables “posadas del buen samaritano”, para acoger y curar a enfermos de todo tipo, sobre todo a aquellos que no encontraban respuesta a sus necesidades sanitarias, debido a la pobreza o a la exclusión social, o por las dificultades a la hora de tratar ciertas patologías. En estas situaciones son sobre todo los niños, los ancianos y las personas más frágiles quienes sufren las peores consecuencias.


Muchos misioneros, misericordiosos como el Padre, acompañaron el anuncio del Evangelio con la construcción de hospitales, dispensarios y centros de salud. Son obras valiosas mediante las cuales la caridad cristiana ha tomado forma y el amor de Cristo, testimoniado por sus discípulos, se ha vuelto más creíble. Pienso sobre todo en los habitantes de las zonas más pobres del planeta, donde a veces hay que recorrer largas distancias para encontrar centros de asistencia sanitaria que, a pesar de contar con recursos limitados, ofrecen todo lo que tienen a su disposición.



Aún queda un largo camino por recorrer y en algunos países recibir un tratamiento adecuado sigue siendo un lujo. Lo demuestra, por ejemplo, la falta de disponibilidad de vacunas contra el virus del Covid-19 en los países más pobres; pero aún más la falta de tratamientos para patologías que requieren medicamentos mucho más sencillos.


En este contexto, deseo reafirmar la importancia de las instituciones sanitarias católicas: son un tesoro precioso que hay que custodiar y sostener; su presencia ha caracterizado la historia de la Iglesia por su cercanía a los enfermos más pobres y a las situaciones más olvidadas.[5] ¡Cuántos fundadores de familias religiosas han sabido escuchar el grito de hermanos y hermanas que no disponían de acceso a los tratamientos sanitarios o que no estaban bien atendidos y se han entregado a su servicio! Aún hoy en día, incluso en los países más desarrollados, su presencia es una bendición, porque siempre pueden ofrecer, además del cuidado del cuerpo con toda la pericia necesaria, también aquella caridad gracias a la cual el enfermo y sus familiares ocupan un lugar central. En una época en la que la cultura del descarte está muy difundida y a la vida no siempre se le reconoce la dignidad de ser acogida y vivida, estas estructuras, como casas de la misericordia, pueden ser un ejemplo en la protección y el cuidado de toda existencia, aun de la más frágil, desde su concepción hasta su término natural.


5. La misericordia pastoral: presencia y cercanía


A lo largo de estos treinta años el servicio indispensable que realiza la pastoral de la salud se ha reconocido cada vez más. Si la peor discriminación que padecen los pobres —y los enfermos son pobres en salud— es la falta de atención espiritual, no podemos dejar de ofrecerles la cercanía de Dios, su bendición, su Palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y maduración en la fe.[6]


A este propósito, quisiera recordar que la cercanía a los enfermos y su cuidado pastoral no solo es tarea de algunos ministros específicamente dedicados a ello; visitar a los enfermos es una invitación que Cristo hace a todos sus discípulos. ¡Cuántos enfermos y cuántas personas ancianas viven en sus casas y esperan una visita! El ministerio de la consolación es responsabilidad de todo bautizado, consciente de la palabra de Jesús: «Estuve enfermo y me visitaron» (Mt 25,36).


Queridos hermanos y hermanas, encomiendo todos los enfermos y sus familias a la intercesión de María, Salud de los enfermos. Que unidos a Cristo, que lleva sobre sí el dolor del mundo, puedan encontrar sentido, consuelo y confianza. Rezo por todos los agentes sanitarios para que, llenos de misericordia, ofrezcan a los pacientes, además de los cuidados adecuados, su cercanía fraterna.


A todos les imparto con afecto la Bendición Apostólica.


Roma, San Juan de Letrán, 10 de diciembre de 2021, Memoria de la Bienaventurada Virgen María de Loreto.


FRANCISCO


[1] Cf. Carta al Cardenal Fiorenzo Angelini, Presidente del Consejo Pontificio para la Pastoral de los Agentes Sanitarios, con ocasión de la institución de la Jornada Mundial del Enfermo (13 mayo 1992).

[2] E. Lévinas, « Une éthique de la souffrance », en Souffrances. Corps et âme, épreuves partagées, J.-M. von Kaenel edit., Autrement, París 1994, pp. 133-135.

[3] Cf. Misal Romano, Prefacio Común VIII, Jesús, buen samaritano.

[4] Cf. Discurso a la Federación Nacional de los Colegios de Médicos y Cirujanos Dentales (20 septiembre 2019).

[5] Cf. Ángelus desde el Policlínico «Gemelli» de Roma (11 julio 2021).

[6] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 200. 

EL 2021 DEL PAPA FRANCISCO: ESTOS SON LOS MOMENTOS MÁS IMPORTANTES PARA RECORDAR



 El 2021 del Papa Francisco: Estos son los momentos más importantes para recordar

POR DIEGO LÓPEZ MARINA | ACI Prensa

 Crédito: Vatican Media



En el año 2021, que acaba de concluir, son muchos los momentos importantes del pontificado del Papa Francisco a pesar del COVID-19 y las restricciones, entre ellos su histórico viaje apostólico a Irak.


Con esta lista recordamos algunos de los momentos más importantes del año pasado para el Papa.


1. Viaje apostólico a Irak

El primer momento importante fue en marzo. El primer viaje apostólico del Papa después del confinamiento por el COVID-19 fue Irak, donde tuvo como uno de sus objetivos profundizar en el diálogo entre cristianos y musulmanes en un país donde las minorías religiosas han sufrido durante años violencia y persecución.

Durante su estancia, el Santo Padre visitó iglesias que fueron destruidas por el Estado Islámico (ISIS); participó en un encuentro interreligioso en la llanura de Ur, la tierra de Abraham; fue el primer Papa en celebrar una Misa en rito caldeo; y rezó y llevó consuelo, esperanza y alegría a comunidades cristianas afectadas por el terrorismo.


2. Clausura de la maratón del Rosario en los Jardines Vaticanos

El 31 de mayo, ante una reproducción del icono de la Virgen Desatanudos a la que tiene una gran devoción, el Papa Francisco clausuró desde los Jardines Vaticanos la maratón del Rosario que se rezó durante un mes en diferentes santuarios de todo el mundo para pedir por el fin de la pandemia de coronavirus.

La iniciativa, nacida por deseo del Papa, fue impulsada por el Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización.


3. Día de oración por el Líbano

El Papa inauguró la Jornada “Juntos por el Líbano” el 1 de julio en el Vaticano con la participación de todos los líderes cristianos del Líbano. El Santo Padre dio la bienvenida a los líderes en Santa Marta y luego todos juntos fueron a la Basílica de San Pedro para la oración ecuménica.


4. Viaje apostólico a Budapest y Eslovaquia

También este año, del 12 al 15 de septiembre, el Papa realizó un viaje apostólico a Budapest y Eslovaquia. El Pontífice decidió visitar la capital de Hungría para clausurar el Congreso Eucarístico Internacional y luego visitó Eslovaquia en donde visitó las ciudades de Bratislava, Košice y Prešov.


5. Participación en la Jornada Mundial de los Pobres

Para la Jornada Mundial de los Pobres, el Papa regresó a Asís. El 12 de noviembre de 2021, Francisco pasó una mañana en la ciudad de Poverello, donde conoció a 500 hombres y mujeres en estado de pobreza procedentes de diferentes partes de Europa, con motivo de la Jornada Mundial de los Pobres. Tres horas marcadas por cánticos, oraciones, gestos simbólicos, testimonios.


6. Viaje apostólico a Chipre y Grecia

En diciembre, último mes de este año, el Papa fue a Chipre y Grecia. Durante este viaje, el Santo Padre se reunió con los líderes de la iglesia ortodoxa y siguiendo el ejemplo de San Juan Pablo II, pidió perdón por los males ocasionados por los católicos en el pasado y llamó a la unidad y reconciliación. También alentó a la pequeña comunidad católica a crecer juntos en la fe, y llevó consuelo y esperanza a los migrantes.


7. Apertura del camino sinodal

El Papa Francisco abrió los trabajos del “Sínodo sobre la sinodalidad” para la Iglesia universal el sábado 9 de octubre con un discurso pronunciado en el Aula Nueva del Sínodo, en el Vaticano.

El proceso sinodal, el cual estará compuesto por tres etapas, se inauguró oficialmente un día después y concluirá en octubre de 2023 con la celebración de la Asamblea General del Sínodo de los Obispos sobre el tema “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”.