viernes, 15 de abril de 2022

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA MISA CRISMAL DE JUEVES SANTO 2022


 Homilía del Papa Francisco en la Misa Crismal de Jueves Santo 2022

Redacción ACI Prensa


Este 14 de abril, Jueves Santo, el Papa Francisco presidió la celebración de la Misa Crismal en el altar de la cátedra de la Basílica de San Pedro, donde subrayó que “un sacerdote mundano no es otra cosa que un pagano clericalizado”. 


A continuación, la homilía pronunciada por el Papa Francisco: 

En la lectura del profeta Isaías que hemos escuchado, el Señor hace una promesa esperanzadora que nos toca de cerca: «Ustedes serán llamados sacerdotes del Señor, y se les dirá ministros de nuestro Dios. […] Yo les daré con fidelidad su recompensa y sellaré con ellos una alianza eterna» (61,6.8).  

Ser sacerdotes es, queridos hermanos, una gracia, una gracia muy grande que no es en primer lugar una gracia para nosotros, sino para la gente; y para nuestro pueblo es un gran don el hecho de que el Señor elija, de entre su rebaño, a algunos que se ocupen de sus ovejas de manera exclusiva, siendo padres y pastores.  

El Señor mismo es quien paga el salario del sacerdote: «Yo les daré con fidelidad su recompensa» (Is 61,8). Y Él, lo sabemos, es buen pagador, aunque tenga sus particularidades, como la de pagar primero a los últimos, y luego a los primeros, pero es su estilo.  

La lectura del libro del Apocalipsis nos dice cuál es el salario del Señor. Es su Amor y el perdón incondicional de nuestros pecados a precio de su sangre derramada en la Cruz: «Al que nos sigue amando y liberando de nuestros pecados por medio de su sangre e hizo de nosotros un reino y sacerdotes para su Dios y Padre» (1,5-6). No hay salario mayor que la amistad con Jesús, no se olviden de esto.  

No hay paz más grande que su perdón, y esto lo sabemos todos. No hay precio más costoso que el de su Sangre preciosa, que no debemos permitir que se desprecie con una conducta que no sea digna. Si leemos con el corazón, queridos hermanos sacerdotes, estas son invitaciones del Señor a que le seamos fieles, a ser fieles a su Alianza, a dejarnos amar, a dejarnos perdonar; no sólo son invitaciones para nosotros mismos, sino también para poder así servir, con una conciencia limpia, al santo pueblo fiel de Dios.  

La gente se lo merece e incluso lo necesita. El evangelio de Lucas nos dice que, luego de que Jesús leyó el pasaje del profeta Isaías delante de su gente y se sentó, «los ojos de todos estaban fijos en Él» (4,20). También el Apocalipsis nos habla hoy de ojos fijos en Jesús, de esta atracción irresistible del Señor crucificado y resucitado que nos lleva a adorar y a discernir: «Helo aquí que viene con las nubes y todo ojo lo verá, también los ojos de los que lo traspasaron, y por Él todas las tribus de la tierra se golpearán el pecho. Sí. Amén» (1,7).  

La gracia final, cuando vuelva el Señor resucitado, será la de un reconocimiento inmediato: lo veremos traspasado, reconoceremos quién es Él y quiénes nosotros, pecadores; sin más. “Fijar los ojos en Jesús” es una gracia que, como sacerdotes, debemos cultivar. Fijar los ojos en Jesús. Al terminar el día hace bien mirar al Señor y que Él nos mire el corazón, junto con el corazón de la gente con la que nos encontramos. No se trata de contabilizar los pecados, sino de una contemplación amorosa en la que miramos nuestra jornada con la mirada de Jesús y vemos así las gracias del día, los dones y todo lo que ha hecho por nosotros, para agradecer.  

Y le mostramos también nuestras tentaciones, para discernirlas y rechazarlas. Como vemos, se trata de entender qué le agrada al Señor y qué desea de nosotros aquí y ahora, en nuestra historia actual. Y quizá, si sostenemos su mirada bondadosa, de parte suya habrá también una señal para que le mostremos nuestros ídolos. Esos ídolos que, como Raquel, escondimos bajo los pliegues de nuestro poncho (cf. Gn 31,34-35).  

Dejar que el Señor mire nuestros ídolos, que todos tenemos,escondidos nos hace fuertes frente a ellos y les quita su poder. La mirada del Señor nos hace ver que, en realidad, en ellos nos glorificamos a nosotros mismos, porque allí, en ese espacio que vivimos como si fuera exclusivo, se nos mete el diablo agregando un componente muy maligno: hace que no sólo nos “complazcamos” a nosotros mismos dando rienda suelta a una pasión o cultivando otra, sino que también nos lleva a reemplazar con ellos, con esos ídolos escondidos, la presencia de las divinas personas, del Padre, del Hijo y del Espíritu, que moran en nuestro interior.  

Es algo que se da de hecho. Aunque uno se diga a sí mismo que distingue perfectamente lo que es un ídolo y quién es Dios, en la práctica le vamos quitando espacio a la Trinidad y dándoselo al demonio, en una especie de adoración indirecta: la de quien lo esconde, pero escucha sus discursos y consume sus productos todo el tiempo, de manera tal que al final no queda ni un ratito para Dios. Porque Él es así, va hacia adelante lentamente. En otras ocasiones hemos hablado de demonios educados, aquellos que dice el Señor que son peores que los que ha expulsado. Son educados, suenan el timbre, entran y paso a paso se hacen posesión de la casa. Debemos estar atentos, estos son nuestros ídolos.  

Es que los ídolos tienen algo, un elemento, personal. Al no desenmascararlos, al no dejar que Jesús nos haga ver que en ellos nos estamos buscando mal a nosotros mismos sin necesidad, y que dejamos un espacio en el que se mete el Maligno.  

Debemos recordar que el demonio exige que hagamos su voluntad y le sirvamos, pero no siempre requiere que le sirvamos y adoremos continuamente. Sabe moverse, es un gran diplomático. Recibir la adoración de vez en cuando le es suficiente para mostrarse que es nuestro verdadero señor y que todavía se sienta dios en nuestra vida y corazón.  

Quisiera compartir con ustedes, en esta Misa Crismal, tres espacios de idolatría escondida en los que el Maligno utiliza sus ídolos para depotenciarnos de nuestra vocación de pastores e ir apartándonos de la presencia benéfica y amorosa de Jesús, del Espíritu y del Padre. Un espacio de idolatría escondida se abre donde hay mundanidad espiritual que es «una propuesta de vida, es una cultura, una cultura de lo efímero, una cultura de la apariencia, del maquillaje». 

Su criterio es el triunfalismo, un triunfalismo sin Cruz. Y Jesús reza para que el Padre nos defienda de esta cultura de la mundanidad. Esta tentación de una gloria sin Cruz va contra la persona del Señor, que se humilla en la Encarnación y que, como signo de contradicción, es la única medicina contra todo ídolo.  

Ser pobre con Cristo pobre y “porque Cristo eligió la pobreza” es la lógica del Amor y no otra. En el pasaje evangélico de hoy vemos cómo el Señor se sitúa en su humilde capilla y en su pequeño pueblo, el de toda la vida, para hacer el mismo Anuncio que hará al final de la historia, cuando venga en su Gloria, rodeado de sus ángeles.  

Y nuestros ojos tienen que estar fijos en Cristo, en el aquí y ahora de la historia de Jesús conmigo, como lo estarán entonces. La mundanidad de andar buscando la propia gloria nos roba la presencia de Jesús humilde y humillado, Señor cercano a todos, Cristo doloroso con todos los que sufren, adorado por nuestro pueblo que sabe quiénes son sus verdaderos amigos.  

Un sacerdote mundano no es otra cosa que un pagano clericalizado...un sacerdote mundano no es otra cosa que un pagano clericalizado. Otro espacio de idolatría escondida echa sus raíces allí donde se da la primacía al pragmatismo de los números. Los que tienen este ídolo escondido se reconocen por su amor a las estadísticas, esas que pueden borrar todo rasgo personal en la discusión y dar la preeminencia a las mayorías que, en definitiva, pasan a ser el criterio de discernimiento, es feo. 

Éste no puede ser el único modo de proceder ni el único criterio en la Iglesia de Cristo. Las personas no se pueden “numerar”, y Dios no da el Espíritu “con medida” (cf. Jn 3,34). En esta fascinación por los números, en realidad, nos buscamos a nosotros mismos y nos complacemos en el control que nos da esta lógica, que no tiene rostros y que no es la del amor sino números.  

Una característica de los grandes santos es que saben retraerse de tal manera que le dejan todo el lugar a Dios. Este retraimiento, este olvido de sí y deseo de ser olvidado por todos los demás, es lo característico del Espíritu, el cual carece de imagen propia simplemente porque es todo Amor que hace brillar la imagen del Hijo y en ella la del Padre.  

El reemplazo de su Persona, que ya de por sí ama “no aparecer”, porque no tiene imagen, es lo que busca el ídolo de los números, que hace que todo “aparezca” aunque de modo abstracto y contabilizado, sin reencarnación. Un tercer espacio de idolatría escondida, hermanado con el anterior, es el que se abre con el funcionalismo, un ámbito seductor en el que muchos, “más que con la ruta se entusiasman con la hoja de ruta”.  

La mentalidad funcionalista no tolera el misterio, pero si a la eficacia. De a poco, este ídolo va sustituyendo en nosotros la presencia del Padre. El primer ídolo sustituía la del Hijo, el segundo ídolo el Espíritu y este al Padre.  

Nuestro Padre es el Creador, pero no uno que hace “funcionar” las cosas solamente, sino Uno que “crea” como Padre, con ternura, haciéndose cargo de sus criaturas y trabajando para que el hombre sea más libre. El funcionalista no sabe gozar con las gracias que el Espíritu derrama en su pueblo, de las que podría “alimentarse” también como trabajador que se gana su salario. El sacerdote con mentalidad funcionalista tiene su propio alimento, que es su ego. 

En el funcionalismo, dejamos de lado la adoración al Padre en la pequeñas y grandes cosas de nuestra vida y nos complacemos en la eficacia de nuestros planes. Como David cuando, tentado por Satanás (cf. 1 Cro 21,1) se encaprichó en realizar el censo. Estos son los enamorados, del plan de ruta y no del camino.  

En estos dos últimos espacios de idolatría escondida (pragmatismo de los números y funcionalismo) reemplazamos la esperanza, que es el espacio del encuentro con Dios, por la constatación empírica. Es una actitud de vanagloria por parte del pastor, una actitud que desintegra la unión de su pueblo con Dios y plasma un nuevo ídolo basado en números y planes: el ídolo de «mi poder, nuestro poder, nuestro programa, nuestros planes pastorales».Esconder estos ídolos (con la actitud de Raquel) y no saber desenmascararlos en la propia vida cotidiana, lastima la fidelidad de nuestra alianza sacerdotal y entibia nuestra relación personal con el Señor. 

¿Qué quiere este obispo que en lugar de hablar de Jesús,habla de los ídolos de hoy? Alguno puede pesar en esto. Queridos hermanos, Jesús es el único camino para no equivocarnos en saber qué sentimos, a qué nos conduce nuestro corazón. Él es el único camino para discernir bien, confrontándonos con Él, cada día, como si también hoy se hubiera sentado en nuestra iglesia parroquial y nos dijera que hoy se ha cumplido todo lo que acabamos de escuchar. Jesucristo, siendo signo de contradicción — que no siempre es algo cruento ni duro, ya que la misericordia es signo de contradicción y mucho más lo es la ternura—, Jesucristo, digo, hace que se revelen estos ídolos, que se vea su presencia, sus raíces y su funcionamiento, y así el Señor los pueda destruir.  

Y debemos recordarlos, estar atentos, para que no renazca la cizaña de esos ídolos que supimos esconder entre los pliegues de nuestro corazón. Y quisiera concluir pidiéndole a san José, padre castísimo y sin ídolos escondidos, que nos libre de todo afán de posesión, ya que este, el afán de posesión, es la tierra fecunda en la que crecen los ídolos. Y que nos dé también la gracia de no claudicar en la ardua tarea de discernir estos ídolos que, con tanta frecuencia, escondemos o se esconden. Y también le pedimos que allí donde dudamos acerca de cómo hacer las cosas mejor, interceda para que el Espíritu nos ilumine el juicio, como iluminó el suyo cuando estuvo tentado de dejar “en secreto” (lathra) a María, de modo tal que, con nobleza de corazón, sepamos supeditar a la caridad lo aprendido por ley. 

domingo, 10 de abril de 2022

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN EL DOMINGO DE RAMOS 2022


Homilía del Papa Francisco en el Domingo de Ramos 2022
POR ALMUDENA MARTÍNEZ-BORDIÚ | ACI Prensa



El Papa Francisco celebró este domingo 10 de abril, Domingo de Ramos, la Misa de la Pasión del Señor, donde señaló que Dios nunca se cansa de perdonar y que “el privilegio de cada uno de nosotros es ser amado y perdonado”. 


También recordó la “locura de la guerra, donde se vuelve a crucificar a Cristo” y aseguró que “Cristo es clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte injusta de los maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con  los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos”. 

A continuación, la homilía pronunciada por el Papa Francisco: 

En el Calvario se enfrentan dos mentalidades. Las palabras de Jesús crucificado en el  Evangelio se contraponen, en efecto, a las de los que lo crucifican. Estos repiten un estribillo: “Sálvate a ti mismo”. Lo dicen los jefes: «¡Que se salve a sí mismo si este es el Mesías de Dios, el  elegido!» (Lc 23,35). Lo reafirman los soldados: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti  mismo!» (v. 37). Y finalmente, también uno de los malhechores, que escuchó, repite la idea:  «¿Acaso no eres el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo!» (v. 39). Salvarse a sí mismo, cuidarse a sí mismo,  pensar en sí mismo; no en los demás, sino solamente en la propia salud, en el propio éxito, en los  propios intereses; en el tener, en el poder y en la apariencia. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la  humanidad que ha crucificado al Señor. Reflexionemos sobre esto.   

Pero a la mentalidad del yo se opone la de Dios; el sálvate a ti mismo discuerda con el  Salvador que se ofrece a sí mismo. En el Evangelio de hoy también Jesús, como sus opositores,  toma la palabra tres veces en el Calvario (cf. vv. 34.43.46). Pero en ningún caso reivindica algo para  sí; es más, ni siquiera se defiende o se justifica a sí mismo. Reza al Padre y ofrece misericordia al  buen ladrón. Una expresión suya, en particular, marca la diferencia respecto al sálvate a ti mismo:  «Padre, perdónalos» (v. 34).  

Detengámonos en estas palabras. ¿Cuándo las dice el Señor? En un momento específico,  durante la crucifixión, cuando siente que los clavos le perforan las muñecas y los pies. Intentemos  imaginar el dolor lacerante que eso provocaba. Allí, en el dolor físico más agudo de la pasión,  Cristo pide perdón por quienes lo están traspasando. En esos momentos, uno sólo quisiera gritar  toda su rabia y sufrimiento; en cambio, Jesús dice: Padre, perdónalos. A diferencia de otros  mártires, que son mencionados en la Biblia (cf. 2 Mac 7,18-19), no reprocha a sus verdugos ni  amenaza con castigos en nombre de Dios, sino que reza por los malvados. Clavado en el patíbulo de la humillación, aumenta la intensidad del don, que se convierte en perdón.  

Hermanos, hermanas, pensemos que Dios hace lo mismo con nosotros. Cuando le causamos  dolor con nuestras acciones, Él sufre y tiene un solo deseo: poder perdonarnos. Para darnos cuenta de esto, contemplemos al Crucificado. El perdón brota de sus llagas, de esas heridas dolorosas que le provocan nuestros clavos. Contemplemos a Jesús en la cruz y pensemos que nunca hemos  recibido palabras más bondadosas: Padre, perdónalos.  

Contemplemos a Jesús en la cruz y veamos  que nunca hemos recibido una mirada más tierna y compasiva. Contemplemos a Jesús en la cruz y  comprendamos que nunca hemos recibido un abrazo más amoroso. Contemplemos al Crucificado y digamos: “Gracias, Jesús, me amas y me perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y  perdonarme”.  

Allí, mientras es crucificado, en el momento más duro, Jesús vive su mandamiento más  difícil: el amor por los enemigos. Pensemos en alguien que nos haya herido, ofendido,  desilusionado; en alguien que nos haya hecho enojar, que no nos haya comprendido o no haya sido  un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes nos han hecho daño! Y también  mirándonos dentro de nosotros mismos y lamiéndonos las heridas que nos han causado los otros, la  vida, la historia. 

Hoy Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el círculo  vicioso del mal y de las quejas, a responder a los clavos de la vida con el amor y a los golpes del  odio con la caricia del perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro o a nuestro  instinto rencoroso? Es una pregunta que debemos hacernos. Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo nos  comportamos con quienes nos han herido. El Señor nos pide que no respondamos según nuestros  impulsos o como lo hacen los demás, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide que rompamos la  cadena del “te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo; te ayudo si me ayudas”. No,  compasión y misericordia para todos, porque Dios ve en cada uno a un hijo. No nos separa en  buenos y malos, en amigos y enemigos. Somos nosotros los que lo hacemos, haciéndolo sufrir. Para  Él todos somos hijos amados, que desea abrazar y perdonar.   

También esa invitación al banquete del Hijo, el Señor invita a todos: blancos, negros, buenos, malos, a todos. Sanos, enfermos, todos. El amor de Jesús es para todos. No hay privilegios en esto, es para todos. El privilegio de cada uno de nosotros es ser amado y perdonados.  

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. El Evangelio destaca que Jesús «decía»  (v. 34) esto. No lo dijo una sola vez en el momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que  estuvo en la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se cansa de perdonar. Debemos entender esto, pero entenderlo no sólo con la mente sino también con el corazón. Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros quienes nos cansamos de pedir perdón, Él nunca se cansa de perdonar.  

N es que aguante hasta un cierto punto para luego cambiar de idea, como estamos tentados de hacer  nosotros. Jesús —enseña el Evangelio de Lucas— vino al mundo a traernos el perdón de nuestros  pecados (cf. Lc 1,77) y al final nos dio una instrucción precisa: predicar a todos, en su nombre, el perdón de los pecados (cf. Lc 24,47). No nos cansemos del perdón de Dios, ni nosotros sacerdotes de administrarlo, ni cada cristiano de recibirlo y testimoniarlo. Nos nos cansemos del perdón de Dios.  

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Observemos algo más. Jesús no sólo  implora el perdón, sino que dice también el motivo: perdónalos porque no saben lo que hacen.  Pero, ¿cómo? Los que lo crucificaron habían premeditado su muerte, organizado su captura, los  procesos, y ahora están en el Calvario para asistir a su final. Y, sin embargo, Cristo justifica a esos  violentos porque no saben. Así es como Jesús se comporta con nosotros: se hace nuestro abogado.  No se pone en contra de nosotros, sino de nuestra parte contra nuestro pecado. Y es interesante el  argumento que utiliza: porque no saben. Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios, que  es Padre, ni tampoco de los demás, que son hermanos. Se nos olvida porqué estamos en el mundo y llegamos a cometer crueldades absurdas. Lo vemos en la locura de la guerra, donde se vuelve a  crucificar a Cristo. Sí, Cristo es clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte  injusta de los maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con  los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos.  Cristo es crucificado hoy allí. 

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Muchos escuchan esta frase inaudita;  pero sólo uno la acoge. Es un malhechor, crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la  misericordia de Cristo suscitó en él una última esperanza que lo llevó a pronunciar estas palabras:  «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). Como diciendo: “Todos se olvidaron de mí, pero tú piensas incluso en quienes te crucifican. Contigo, entonces, también hay lugar para mí”. El buen ladrón  acoge a Dios mientras su vida está por terminar, y así su vida empieza de nuevo; en el infierno del mundo ve abrirse el paraíso: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del perdón de Dios, que transforma la última petición de un condenado a muerte en la primera  canonización de la historia.  

Hermanos, hermanas, en esta semana acojamos la certeza de que Dios puede perdonar todo  pecado, toda distancia, y puede cambiar todo lamento en danza (cf. Sal 30,12); la certeza de que con  Jesús siempre hay un lugar para cada uno; de que con Jesús nunca es el fin, nunca es demasiado tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir. Ánimo, caminemos hacia la Pascua con su perdón. Porque Cristo intercede continuamente ante el Padre por nosotros (cf. Hb 7,25) y, mirando nuestro mundo violento y herido, no se cansa nunca de repetir, y nosotros lo hacemos ahora con nuestro corazón en silencio. Repetir con Jesús: Padre, perdónalos, porque no saben lo que  hacen. 

 

IMÁGENES DEL PAPA FRANCISCO EN DOMINGO DE RAMOS 2022