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domingo, 25 de diciembre de 2022

MENSAJE DE NAVIDAD 2022 Y BENDICIÓN URBI ET ORBI DEL PAPA FRANCISCO



 Mensaje de Navidad 2022 y bendición Urbi et Orbi del Papa Francisco

POR ALMUDENA MARTÍNEZ-BORDIÚ | ACI Prensa

 Crédito: Almudena Martínez-Bordiú



Con motivo de la celebración de Navidad este 25 de diciembre, el Papa Francisco impartió la tradicional Bendición “Urbi et Orbi” (a la ciudad e Roma y al mundo).

Además, pronunció su mensaje de Navidad desde el balcón central de la Basílica de San Pedro, donde pidió por el cese de las guerras en todo el mundo ante la llegada “del Príncipe de la paz”.


A continuación, el mensaje del Papa Francisco:

Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero, ¡feliz Navidad!  Que el Señor Jesús, nacido de la Virgen María, traiga a todos ustedes el amor de Dios, fuente  de fe y de esperanza; junto con el don de la paz, que los ángeles anunciaron a los pastores de Belén:  «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!» (Lc 2,14).  

En este día de fiesta volvamos la mirada a Belén. El Señor vino al mundo en una gruta y fue  recostado en un pesebre para los animales, porque sus padres no pudieron encontrar un albergue, a  pesar de que a María le había llegado ya la hora del parto. Vino a estar entre nosotros en el silencio y  en la oscuridad de la noche, porque el Verbo de Dios no necesita reflectores ni el clamor de voces  humanas. Él mismo es la Palabra que da sentido a la existencia, la luz que alumbra el camino. «La  luz verdadera, al venir a este mundo —dice el Evangelio—, ilumina a todo hombre» (Jn 1,9).  Jesús nace entre nosotros, es Dios-con-nosotros. Viene para acompañar nuestra vida  cotidiana, para compartir todo con nosotros, alegrías y dolores, esperanzas e inquietudes. Viene como  un niño indefenso. Nace en el frío, pobre entre los pobres. Necesitado de todo, llama a la puerta de  nuestro corazón para encontrar calor y amparo. 

Como los pastores de Belén, dejemos que nos envuelva la luz y vayamos a ver el signo que  Dios nos ha dado. Venzamos el letargo del sueño espiritual y las falsas imágenes de la fiesta que  hacen olvidar quién es el homenajeado. Salgamos del bullicio que anestesia el corazón y nos conduce  a preparar adornos y regalos más que a contemplar el Acontecimiento: el Hijo de Dios que nació por  nosotros.  

Hermanos, hermanas, volvamos a Belén, donde resuena el primer vagido del Príncipe de la  paz. Sí, porque Él mismo, Jesús, es nuestra paz; esa paz que el mundo no puede dar y que Dios Padre  dio a la humanidad enviando a su Hijo. San León Magno tiene una expresión que, en la concisión de  la lengua latina, resume el mensaje de este día: «Natalis Domini, Natalis est pacis», «el Nacimiento  del Señor es el Nacimiento de la paz» (Sermón 6,5).  

Jesucristo es también el camino de la paz. Él, con su encarnación, pasión, muerte y  resurrección, abrió el paso de un mundo cerrado, oprimido por las tinieblas de la enemistad y de la  guerra, a un mundo abierto, libre para vivir en la fraternidad y en la paz. ¡Sigamos esta senda!

 Pero para poder hacerlo, para ser capaces de caminar en pos de Jesús, debemos despojarnos de las cargas  que nos lo impiden y que nos mantienen bloqueados.  

¿Y cuáles son estas cargas? ¿Cuál es este “lastre”? Son las mismas pasiones negativas que  impidieron que el rey Herodes y su corte reconocieran y acogieran el nacimiento de Jesús: el apego  al poder y al dinero, la soberbia, la hipocresía, la mentira. Estas cargas imposibilitan ir a Belén,  excluyen de la gracia de la Navidad y cierran el acceso al camino de la paz. Y, en efecto, debemos  constatar con dolor que, al mismo tiempo que se nos da el Príncipe de la paz, crudos vientos de guerra  continúan soplando sobre la humanidad.  

Si queremos que sea Navidad, la Navidad de Jesús y de la paz, contemplemos a Belén y  fijemos la mirada en el rostro del Niño que nos ha nacido. Y en ese pequeño semblante inocente  reconozcamos el de los niños que en cada rincón del mundo anhelan la paz. 

Que nuestra mirada se llene de los rostros de los hermanos y hermanas ucranianos, que viven  esta Navidad en la oscuridad, a la intemperie o lejos de sus hogares, a causa de la destrucción  ocasionada por diez meses de guerra. Que el Señor nos disponga a realizar gestos concretos de  solidaridad para ayudar a quienes están sufriendo, e ilumine las mentes de quienes tienen el poder de  acallar las armas y poner fin inmediatamente a esta guerra insensata. Lamentablemente, se prefiere  escuchar otras razones, dictadas por las lógicas del mundo. Pero la voz del Niño, ¿Quién la escucha? 

Nuestro tiempo está viviendo una grave carestía de paz también en otras regiones, en otros  escenarios de esta tercera guerra mundial. Pensemos en Siria, todavía martirizada por un conflicto  que pasó a segundo plano pero que no ha acabado; pensemos también en Tierra Santa, donde durante  los meses pasados aumentaron la violencia y los conflictos, con muertos y heridos. Imploremos al  Señor para que allí, en la tierra que lo vio nacer, se retome el diálogo y la búsqueda de confianza  recíproca entre israelíes y palestinos. Que el Niño Jesús sostenga a las comunidades cristianas que  viven en todo el Oriente Medio, para que en cada uno de esos países se pueda vivir la belleza de la  convivencia fraterna entre personas pertenecientes a diversos credos. 

Que ayude en particular al  Líbano, para que finalmente pueda recuperarse, con el apoyo de la comunidad internacional y con la  fuerza de la fraternidad y de la solidaridad. Que la luz de Cristo ilumine la región del Sahel, donde la  convivencia pacífica entre pueblos y tradiciones se ve perturbada por enfrentamientos y violencia.  

Que oriente hacia una tregua duradera en Yemen y hacia la reconciliación en Myanmar y en Irán,  para que cese todo derramamiento de sangre. Que inspire a las autoridades políticas y a todas las  personas de buena voluntad en el continente americano, a esforzarse por pacificar las tensiones  políticas y sociales que afectan a varios países; pienso particularmente en el pueblo haitiano, que está  sufriendo desde hace mucho tiempo.  

En este día, en que es hermoso volver areunirse alrededor de una mesa bien preparada, no  quitemos la mirada de Belén, que significa “casa del pan”, y pensemos en las personas que sufren  hambre, sobre todo los niños, mientras cada día se desperdician grandes cantidades de alimentos y se  derrochan bienes a cambio de armas. La guerra en Ucrania ha agravado aún más la situación, dejando  poblaciones enteras con riesgo de carestía, especialmente en Afganistán y en los países del Cuerno  de África.

Toda guerra —lo sabemos— provoca hambre y usa la comida misma como arma,  impidiendo su distribución a los pueblos que ya están sufriendo. En este día, aprendiendo del Príncipe  de la paz, comprometámonos todos —en primer lugar, los que tienen responsabilidades políticas—,  para que la comida no sea más que un instrumento de paz. Mientras disfrutamos la alegría de  encontrarnos con nuestros seres queridos, pensemos en las familias que están más heridas por la vida,  y en aquellas que, en este tiempo de crisis económica, tienen dificultades a causa de la falta de trabajo  y de lo necesario para vivir.  

Queridos hermanos y hermanas, hoy como en ese entonces, Jesús, la luz verdadera, viene a  un mundo enfermo de indiferencia, que no lo acoge (cf. Jn 1,11); es más, lo rechaza, como les pasa a  muchos extranjeros; o lo ignora, como muy a menudo hacemos nosotros con los pobres. No nos  olvidemos hoy de tantos migrantes y refugiados que llaman a nuestra puerta en busca de consuelo,  calor y alimento. No nos olvidemos de los marginados, de las personas solas, de los huérfanos y de los ancianos, sabiduría del pueblo, que corren el riesgo de ser descartados; de los presos que miramos sólo por sus errores  y no como seres humanos.  

Hermanos y hermanas, Belén nos muestra la sencillez de Dios, que no se revela a los sabios y a los doctos, sino a los pequeños, a quienes tienen el corazón puro y abierto (cf. Mt 11,25). Como los pastores, vayamos  también nosotros sin demora y dejémonos maravillar por el acontecimiento impensable de Dios que  se hace hombre para nuestra salvación. Aquel que es fuente de todo bien se hace pobre y pide como limosna nuestra pobre humanidad. Dejémonos conmover por el amor de Dios y sigamos a Jesús, que  se despojó de su gloria para hacernos partícipes de su plenitud.

¡Feliz Navidad a todos! 

domingo, 12 de abril de 2020

MENSAJE URBI ET ORBI 2020 DEL PAPA FRANCISCO EN DOMINGO DE RESURRECCIÓN


Mensaje Urbi et Orbi 2020 del Papa Francisco en Domingo de Resurrección
Redacción ACI Prensa
 Foto: Vatican Media




El Papa Francisco se dirigió a los fieles de la ciudad de Roma y del mundo con el mensaje pascual previo a la Bendición “Urbi et Orbi” que este Domingo de Pascua 12 de abril impartió desde el interior de la Basílica Vaticana.

En su mensaje, el Santo Padre señaló que “hoy pienso sobre todo en los que han sido afectados directamente por el coronavirus: los enfermos, los que han fallecido y las familias que lloran por la muerte de sus seres queridos, y que en algunos casos ni siquiera han podido darles el último adiós”.

El Papa pidió que Cristo resucitado “ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto el fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo. No es este el momento para seguir fabricando y vendiendo armas, gastando elevadas sumas de dinero que podrían usarse para cuidar personas y salvar vidas”.

A continuación, el Mensaje Pascual del Papa Francisco:

Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua!

Hoy resuena en todo el mundo el anuncio de la Iglesia: “¡Jesucristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!”.

Esta Buena Noticia se ha encendido como una llama nueva en la noche, en la noche de un mundo que enfrentaba ya desafíos cruciales y que ahora se encuentra abrumado por la pandemia, que somete a nuestra gran familia humana a una dura prueba. En esta noche resuena la voz de la Iglesia: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!» (Secuencia pascual).

Es otro “contagio”, que se transmite de corazón a corazón, porque todo corazón humano espera esta Buena Noticia. Es el contagio de la esperanza: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!». No se trata de una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas. No, no es eso la resurrección de Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no “pasa por encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios.


El Resucitado no es otro que el Crucificado. Lleva en su cuerpo glorioso las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de esperanza. A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada.

Hoy pienso sobre todo en los que han sido afectados directamente por el coronavirus: los enfermos, los que han fallecido y las familias que lloran por la muerte de sus seres queridos, y que en algunos casos ni siquiera han podido darles el último adiós. Que el Señor de la vida acoja consigo en su reino a los difuntos, y dé consuelo y esperanza a quienes aún están atravesando la prueba, especialmente a los ancianos y a las personas que están solas.

Que conceda su consolación y las gracias necesarias a quienes se encuentran en condiciones de particular vulnerabilidad, como también a quienes trabajan en los centros de salud, o viven en los cuarteles y en las cárceles. Para muchos es una Pascua de soledad, vivida en medio de los numerosos lutos y dificultades que está provocando la pandemia, desde los sufrimientos físicos hasta los problemas económicos.

Esta enfermedad no sólo nos está privando de los afectos, sino también de la posibilidad de recurrir en persona al consuelo que brota de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la Reconciliación. En muchos países no ha sido posible acercarse a ellos, pero el Señor no nos dejó solos. Permaneciendo unidos en la oración, estamos seguros de que Él nos cubre con su mano (cf. Sal 138,5), repitiéndonos con fuerza: No temas, «he resucitado y aún estoy contigo» (Antífona de ingreso de la Misa del día de Pascua, Misal Romano).

Que Jesús, nuestra Pascua, conceda fortaleza y esperanza a los médicos y a los enfermeros, que en todas partes ofrecen un testimonio de cuidado y amor al prójimo hasta la extenuación de sus fuerzas y, no pocas veces, hasta el sacrificio de su propia salud. A ellos, como también a quienes trabajan asiduamente para garantizar los servicios esenciales necesarios para la convivencia civil, a las fuerzas del orden y a los militares, que en muchos países han contribuido a mitigar las dificultades y sufrimientos de la población, se dirige nuestro recuerdo afectuoso y nuestra gratitud.

En estas semanas, la vida de millones de personas cambió repentinamente. Para muchos, permanecer en casa ha sido una ocasión para reflexionar, para detener el frenético ritmo de vida, para estar con los seres queridos y disfrutar de su compañía. Pero también es para muchos un tiempo de preocupación por el futuro que se presenta incierto, por el trabajo que corre el riesgo de perderse y por las demás consecuencias que la crisis actual trae consigo.

Animo a quienes tienen responsabilidades políticas a trabajar activamente en favor del bien común de los ciudadanos, proporcionando los medios e instrumentos necesarios para permitir que todos puedan tener una vida digna y favorecer, cuando las circunstancias lo permitan, la reanudación de las habituales actividades cotidianas.

Este no es el tiempo de la indiferencia, porque el mundo entero está sufriendo y tiene que estar unido para afrontar la pandemia. Que Jesús resucitado conceda esperanza a todos los pobres, a quienes viven en las periferias, a los prófugos y a los que no tienen un hogar. Que estos hermanos y hermanas más débiles, que habitan en las ciudades y periferias de cada rincón del mundo, no se sientan solos.

Procuremos que no les falten los bienes de primera necesidad, más difíciles de conseguir ahora cuando muchos negocios están cerrados, como tampoco los medicamentos y, sobre todo, la posibilidad de una adecuada asistencia sanitaria.

Considerando las circunstancias, se relajen además las sanciones internacionales de los países afectados, que les impiden ofrecer a los propios ciudadanos una ayuda adecuada, y se afronten —por parte de todos los Países— las grandes necesidades del momento, reduciendo, o incluso condonando, la deuda que pesa en los presupuestos de aquellos más pobres.

Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas. Entre las numerosas zonas afectadas por el coronavirus, pienso especialmente en Europa. Después de la Segunda Guerra Mundial, este amado continente pudo resurgir gracias a un auténtico espíritu de solidaridad que le permitió superar las rivalidades del pasado.

Es muy urgente, sobre todo en las circunstancias actuales, que esas rivalidades no recobren fuerza, sino que todos se reconozcan parte de una única familia y se sostengan mutuamente. Hoy, la Unión Europea se encuentra frente a un desafío histórico, del que dependerá no sólo su futuro, sino el del mundo entero. Que no pierda la ocasión para demostrar, una vez más, la solidaridad, incluso recurriendo a soluciones innovadoras.

Es la única alternativa al egoísmo de los intereses particulares y a la tentación de volver al pasado, con el riesgo de poner a dura prueba la convivencia pacífica y el desarrollo de las próximas generaciones.

Este no es tiempo de la división. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto el fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo. No es este el momento para seguir fabricando y vendiendo armas, gastando elevadas sumas de dinero que podrían usarse para cuidar personas y salvar vidas.

Que sea en cambio el tiempo para poner fin a la larga guerra que ha ensangrentado a Siria, al conflicto en Yemen y a las tensiones en Irak, como también en el Líbano. Que este sea el tiempo en el que los israelíes y los palestinos reanuden el diálogo, y que encuentren una solución estable y duradera que les permita a ambos vivir en paz. Que acaben los sufrimientos de la población que vive en las regiones orientales de Ucrania. Que se terminen los ataques terroristas perpetrados contra tantas personas inocentes en varios países de África.

Este no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas. Que el Señor de la vida se muestre cercano a las poblaciones de Asia y África que están atravesando graves crisis humanitarias, como en la Región de Cabo Delgado, en el norte de Mozambique.

Que reconforte el corazón de tantas personas refugiadas y desplazadas a causa de guerras, sequías y carestías. Que proteja a los numerosos migrantes y refugiados —muchos de ellos son niños—, que viven en condiciones insoportables, especialmente en Libia y en la frontera entre Grecia y Turquía. No quiero olvidar la isla de Lesbos. Que permita alcanzar soluciones prácticas e inmediatas en Venezuela, orientadas a facilitar la ayuda internacional a la población que sufre a causa de la grave coyuntura política, socioeconómica y sanitaria.

Queridos hermanos y hermanas:

Las palabras que realmente queremos escuchar en este tiempo no son indiferencia, egoísmo, división y olvido. ¡Queremos suprimirlas para siempre! Esas palabras pareciera que prevalecen cuando en nosotros triunfa el miedo y la muerte; es decir, cuando no dejamos que sea el Señor Jesús quien triunfe en nuestro corazón y en nuestra vida. Que Él, que ya venció la muerte abriéndonos el camino de la salvación eterna, disipe las tinieblas de nuestra pobre humanidad y nos introduzca en su día glorioso que no conoce ocaso.

Con estas reflexiones, quisiera desearos a todos una feliz Pascua.

miércoles, 1 de abril de 2020

FRASES DEL PAPA FRANCISCO EN URBI ET ORBI






4 ELEMENTOS MEMORABLES DE LA BENDICIÓN EXTRAORDINARIA URBI ET ORBI, PAPA FRANCISCO






IMÁGENES Y HOMILÍA COMPLETA DEL PAPA FRANCISCO DURANTE LA BENDICIÓN URBI ET ORBI EXTRAORDINARIA, 27 DE MARZO DE 2020















Homilía completa del Papa durante la bendición Urbi et Orbi extraordinaria

27 de marzo de 2020



«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos. 

Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40). 

Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados. 

La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. 

Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos. 

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”. 

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras. 

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. 

El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza. 

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza. «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).