miércoles, 30 de septiembre de 2020

TEXTO COMPLETO LA CARTA APOSTÓLICA SCRIPTURAE SACRAE AFFECTUS DEL PAPA FRANCISCO


 Carta Apostólica “Scripturae Sacrae affectus” del Papa Francisco

Redacción ACI Prensa

 Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa


El Papa Francisco firmó la Carta Apostólica “Scripturae Sacrae affectus” este 30 de septiembre en el 16º centenario de la muerte de San Jerónimo.

“Una estima por la Sagrada Escritura, un amor vivo y suave por la Palabra de Dios escrita es la herencia que san Jerónimo ha dejado a la Iglesia a través de su vida y sus obras. Las expresiones, tomadas de la memoria litúrgica del santo, nos ofrecen una clave de lectura indispensable para conocer, en el XVI centenario de su muerte, su admirable figura en la historia de la Iglesia y su gran amor por Cristo”, destacó el Papa.


A continuación, el texto completo de la Carta:

Una estima por la Sagrada Escritura, un amor vivo y suave por la Palabra de Dios escrita es la herencia que san Jerónimo ha dejado a la Iglesia a través de su vida y sus obras. Las expresiones, tomadas de la memoria litúrgica del santo [1], nos ofrecen una clave de lectura indispensable para conocer, en el XVI centenario de su muerte, su admirable figura en la historia de la Iglesia y su gran amor por Cristo. Este amor se extiende, como un río en muchos cauces, a través de su obra de incansable estudioso, traductor, exegeta, profundo conocedor y apasionado divulgador de la Sagrada Escritura; fino intérprete de los textos bíblicos; ardiente y en ocasiones impetuoso defensor de la verdad cristiana; ascético y eremita intransigente, además de experto guía espiritual, en su generosidad y ternura. Hoy, mil seiscientos años después, su figura sigue siendo de gran actualidad para nosotros, cristianos del siglo XXI.


Introducción

El 30 de septiembre del año 420, Jerónimo concluía su vida terrena en Belén, en la comunidad que fundó junto a la gruta de la Natividad. De este modo se confiaba a ese Señor que siempre había buscado y conocido en la Escritura, el mismo que como Juez ya había encontrado en una visión, cuando padecía fiebre, quizá en la Cuaresma del año 375. En ese acontecimiento, que marcó un viraje decisivo en su vida, un momento de conversión y cambio de perspectiva, se sintió arrastrado a la presencia del Juez: «Interrogado acerca de mi condición, respondí que era cristiano. Pero el que estaba sentado me dijo: “Mientes; tú eres ciceroniano, tú no eres cristiano”»[2]. San Jerónimo, en efecto, había amado desde joven la belleza límpida de los textos clásicos latinos y, en comparación, los escritos de la Biblia le parecían, inicialmente, toscos e imprecisos, demasiado ásperos para su refinado gusto literario.

Ese episodio de su vida favoreció la decisión de consagrarse totalmente a Cristo y a su Palabra, dedicando su existencia a hacer que las palabras divinas, a través de su infatigable trabajo de traductor y comentarista, fueran cada vez más accesibles a los demás. Ese acontecimiento dio a su vida una orientación nueva y más decidida: convertirse en servidor de la Palabra de Dios, como enamorado de la “carne de la Escritura”. Así, en la búsqueda continua que caracterizó su vida, revalorizó sus estudios juveniles y la formación recibida en Roma, reordenando su saber en un servicio más maduro a Dios y a la comunidad eclesial.

Por eso, san Jerónimo entra con pleno derecho entre las grandes figuras de la Iglesia de la época antigua, en el periodo llamado el siglo de oro de la patrística, verdadero puente entre Oriente y Occidente: fue amigo de juventud de Rufino de Aquilea, visitó a Ambrosio y mantuvo una intensa correspondencia con Agustín. En Oriente conoció a Gregorio Nacianceno, Dídimo el Ciego, Epifanio de Salamina. La tradición iconográfica cristiana lo consagró representándolo, junto con Agustín, Ambrosio y Gregorio Magno, entre los cuatro grandes doctores de la Iglesia de Occidente.

Mis predecesores también quisieron recordar su figura en diversas circunstancias. Hace un siglo, con ocasión del decimoquinto centenario de su muerte, Benedicto XV le dedicó la Carta encíclica Spiritus Paraclitus (15 septiembre 1920), presentándolo al mundo como «doctor maximus explanandis Scripturis»[3]. En tiempos más recientes, Benedicto XVI expuso su personalidad y sus obras en dos catequesis sucesivas[4]. Ahora, en el decimosexto centenario de su muerte, también yo deseo recordar a san Jerónimo y volver a proponer la actualidad de su mensaje y de sus enseñanzas, a partir de su gran estima por las Escrituras.

En este sentido, puede conectarse perfectamente, como guía segura y testigo privilegiado, con la XII Asamblea del Sínodo de los Obispos, dedicada a la Palabra de Dios[5], y con la Exhortación apostólica Verbum Domini (VD) de mi predecesor Benedicto XVI, publicada precisamente en la fiesta del santo, el 30 de septiembre de 2010[6].


De Roma a Belén

La vida y el itinerario personal de san Jerónimo se consumaron por las vías del imperio romano, entre Europa y Oriente. Nació alrededor del año 345 en Estridón, frontera entre Dalmacia y Panonia, en el territorio de la actual Croacia y Eslovenia, y recibió una sólida educación en una familia cristiana. Según el uso de la época, fue bautizado en edad adulta, en los años en que estudió retórica en Roma, entre el 358 y el 364. Precisamente en este periodo romano se convirtió en un lector insaciable de los clásicos latinos, que estudiaba bajo la guía de los maestros de retórica más ilustres de su tiempo.

Al finalizar los estudios emprendió un largo viaje a la Galia, que lo llevó a la ciudad imperial de Tréveris, hoy Alemania. Allí entró en contacto, por primera vez, con la experiencia monástica oriental difundida por san Atanasio. De este modo maduró un deseo profundo que lo acompañó a Aquilea donde inició con algunos de sus amigos «un coro de bienaventurados»[7], un periodo de vida en común.

Hacia el año 374, pasando por Antioquía, decidió retirarse al desierto de Calcis, para realizar, de forma cada vez más radical, una vida ascética, en la que estaba reservado un amplio espacio al estudio de las lenguas bíblicas, primero del griego y después del hebreo. Se confió a un hermano judío, convertido al cristianismo, que lo introdujo en el conocimiento de la nueva lengua hebrea y de los sonidos, que definió «palabras fricativas y aspiradas»[8].

Jerónimo eligió y vivió el desierto, con la consiguiente vida eremítica, en su significado más profundo: como lugar de las elecciones existenciales fundamentales, de intimidad y encuentro con Dios, donde a través de la contemplación, las pruebas interiores y el combate espiritual llegó al conocimiento de la fragilidad, con una mayor conciencia de los límites propios y ajenos, reconociendo la importancia de las lágrimas[9]. Así, en el desierto, experimentó concretamente la presencia de Dios, la necesaria relación del ser humano con Él, su consolación misericordiosa. A este respecto, me gusta recordar una anécdota, de tradición apócrifa. Jerónimo le dijo al Señor: “¿Qué quieres de mí?” Y Él le respondió: “Todavía no me has dado todo”. “Pero, Señor, yo te di esto, esto y esto…” —“Falta una cosa” —“¿Qué cosa?” —“Dame tus pecados, para que pueda tener la alegría de perdonarlos otra vez”[10].

Volvemos a encontrarlo en Antioquía, donde fue ordenado sacerdote por el obispo Paulino, después en Constantinopla, hacia el año 379, donde conoció a Gregorio Nacianceno y prosiguió sus estudios; se dedicó a traducir del griego al latín importantes obras (las homilías de Orígenes y la crónica de Eusebio), respiró el clima del Concilio celebrado en esa ciudad en el año 381. En esos años, su pasión y su generosidad se revelaron en el estudio. Una bendita inquietud lo guiaba y lo volvía incansable y apasionado en la búsqueda: «Cuántas veces me desanimé, cuántas desistí para empezar de nuevo en mi empeño de aprender», conducido por la “amarga semilla” de semejantes estudios para poder recoger “dulces frutos”[11].

En el año 382 Jerónimo volvió a Roma y se puso a disposición del papa Dámaso quien, valorando sus grandes cualidades, lo nombró su estrecho colaborador. Aquí Jerónimo se dedicó a una actividad incesante, sin olvidar la dimensión espiritual. En el Aventino, gracias al apoyo de mujeres aristocráticas romanas, deseosas de elecciones evangélicas radicales, como Marcela, Paula y su hija Eustoquio, creó un cenáculo fundado en la lectura y el estudio riguroso de la Escritura. Jerónimo fue exegeta, docente, guía espiritual. En ese tiempo comenzó una revisión de las anteriores traducciones latinas de los Evangelios, y quizá también de otras partes del Nuevo Testamento; continuó su trabajo como traductor de homilías y comentarios escriturísticos de Orígenes, desplegó una intensa actividad epistolar, se confrontó públicamente con autores heréticos, a veces con excesos e intransigencias, pero siempre movido sinceramente por el deseo de defender la verdadera fe y el depósito de las Escrituras.

Este periodo intenso y prolífico se interrumpió con la muerte del papa Dámaso. Se vio obligado a dejar Roma y, seguido por algunos amigos y mujeres deseosas de continuar la experiencia espiritual y el estudio bíblico que habían comenzado, partió hacia Egipto —donde conoció al gran teólogo Dídimo el Ciego— y Palestina, para establecerse definitivamente en Belén en el año 386. Retomó sus estudios filológicos, arraigados en los lugares físicos que habían sido escenario de esas narraciones.

La importancia que daba a los lugares santos se evidencia no sólo por la elección de vivir en Palestina, desde el año 386 hasta su muerte, sino también por el servicio a las peregrinaciones. Precisamente en Belén, lugar privilegiado para él, cerca de la gruta de la Natividad fundó dos monasterios “gemelos”, masculino y femenino, con albergues para acoger a los peregrinos venidos ad loca sancta, manifestando así su generosidad para alojar a cuantos llegaban a aquella tierra para ver y tocar los lugares de la historia de la salvación, uniendo de este modo la búsqueda cultural a la espiritual[12].

Poniéndose a la escucha, Jerónimo se encontró a sí mismo en la Sagrada Escritura, como también el rostro de Dios y de los hermanos, y afinó su predilección por la vida comunitaria. De ahí su deseo de vivir con los amigos, como en los tiempos de Aquilea, y de fundar comunidades monásticas, persiguiendo el ideal cenobítico de vida religiosa que ve al monasterio como “lugar de entrenamiento” donde formar personas «que se hayan hecho los más insignificantes de todos para merecer ser los primeros», felices en la pobreza y capaces de enseñar con el propio estilo de vida. De hecho, consideraba formativo vivir «bajo la disciplina de un solo padre y en compañía de muchos hermanos» para aprender la humildad, la paciencia, el silencio y la mansedumbre, consciente de que «a la verdad no le gustan los rincones ni le hacen falta los chismosos»[13]. Además, confiesa que comenzó a «sentir […] nostalgia de las celdas del monasterio y a echar de menos la similitud de aquellas hormigas con los monjes, entre los cuales se trabaja en común y, aunque nada sea propiedad de cada cual, todos lo tienen todo»[14].

Jerónimo no encontró en el estudio un deleite efímero centrado en sí mismo, sino un ejercicio de vida espiritual, un medio para llegar a Dios y, de este modo, su formación clásica se reordenó también en un servicio más maduro a la comunidad eclesial. Pensemos en la ayuda que dio al papa Dámaso, en la enseñanza que dedicó a las mujeres, especialmente para el hebreo, desde el primer cenáculo en el Aventino, hasta hacer entrar a Paula y Eustoquio en «las discrepancias de los traductores»[15] y, algo inaudito para ese tiempo, permitirles que pudieran leer y cantar los Salmos en la lengua original[16].

Una cultura, la suya, puesta al servicio y confirmada como necesaria para todo evangelizador. Así le recordaba al amigo Nepociano: «La palabra del presbítero está inspirada por la lectura de las Escrituras. No te quiero ni declamador, ni deslenguado, ni charlatán, sino conocedor del misterio e instruido en los designios de tu Dios. Hablar con engolamiento o precipitadamente para suscitar admiración ante el vulgo ignorante es propio de hombres incultos. El hombre de frente altanera se lanza con frecuencia a interpretar lo que ignora, y si logra convencer a los demás, se arroga para sí mismo el saber»[17].

Hasta su muerte en el año 420, Jerónimo transcurrió en Belén el periodo más fecundo e intenso de su vida, completamente dedicado al estudio de la Escritura, comprometido en la monumental obra de traducción de todo el Antiguo Testamento a partir del original hebreo. Al mismo tiempo, comentaba los libros proféticos, los salmos, las obras paulinas, escribía subsidios para el estudio de la Biblia. El trabajo valioso que se encuentra en sus obras es fruto del diálogo y la colaboración, desde la copia y el análisis de los manuscritos hasta su reflexión y discusión: Para estudiar «los libros divinos yo nunca he confiado en mis propias fuerzas ni he tenido como maestra mi propia opinión, sino que he solido preguntar incluso sobre aquellas cosas que yo creía saber, ¡cuánto más sobre aquellas de las que yo estaba dudoso!»[18]. Por eso, consciente de sus propios límites, pedía auxilio continuamente en la oración de intercesión, para que la traducción de los textos sagrados estuviera hecha «con el mismo espíritu con que fueron escritos los libros»[19], sin olvidar traducir también otras obras de autores como Orígenes, indispensables para el trabajo exegético, para «procurar materiales a quienes quieran adelantar en el conocimiento de las cosas»[20].

El estudio de Jerónimo se reveló como un esfuerzo realizado en la comunidad y al servicio de la comunidad, modelo de sinodalidad también para nosotros, para nuestro tiempo y para las diversas instituciones culturales de la Iglesia, con vistas a que sean siempre «lugar donde el saber se vuelve servicio, porque sin el saber nacido de la colaboración y que se traduce en la cooperación no hay desarrollo humano genuino e integral»[21]. El fundamento de esa comunión es la Escritura, que no podemos leer por nuestra cuenta: «La Biblia ha sido escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el Pueblo de Dios podemos entrar realmente, con el “nosotros”, en el núcleo de la verdad que Dios mismo quiere comunicarnos»[22].

La vigorosa experiencia de vida de Jerónimo, alimentada por la Palabra de Dios, hizo que se convirtiera en guía espiritual, a través de una intensa correspondencia epistolar. Se hizo compañero de viaje, convencido de que «ningún arte se aprende sin maestro», como escribe a Rústico: «Todo lo que pretendo insinuarte, tomándote de la mano, todo lo que pretendo inculcarte, como el experto marino que ha pasado por muchos naufragios lo haría con un remero bisoño»[23]. Desde aquel rincón tranquilo del mundo acompañaba a la humanidad en una época de grandes cambios, marcada por acontecimientos como el saqueo de Roma del año 410, que lo afectó profundamente.

Confiaba en sus cartas las polémicas doctrinales, siempre en defensa de la recta fe, revelándose como hombre de relaciones vividas con fuerza y con dulzura, involucrado totalmente, sin formas edulcoradas, experimentando que «el amor no tiene precio»[24]. Así vivía sus afectos, con ímpetu y sinceridad. Esta implicación en las situaciones en las que vivía y actuaba se constata también con el hecho de que ofrecía su trabajo de traducción y crítica como munus amicitiae. Era un don ante todo para los amigos, a quienes destinaba y dedicaba sus obras, y a quienes les pedía que las leyeran con ojos amigables más que críticos, y luego para los lectores, sus contemporáneos y los de todos los tiempos[25].

Dedicó los últimos años de su vida a la lectura orante personal y comunitaria de la Escritura, a la contemplación, al servicio a los hermanos a través de sus obras. Todo esto en Belén, junto a la gruta donde la Virgen dio a luz al Verbo, consciente de que es «dichoso aquel que porta en su pecho la cruz, la resurrección y el lugar del nacimiento de Cristo y el de la ascensión. Dichoso aquel que tiene a Belén en su corazón, y en cuyo corazón Cristo nace a diario»[26].


La clave sapiencial de su retrato

Para una plena comprensión de la personalidad de san Jerónimo es necesario conjugar dos dimensiones características de su existencia como creyente. Por un lado, su absoluta y rigurosa consagración a Dios, con la renuncia a cualquier satisfacción humana, por amor a Cristo crucificado (cf. 1 Co 2,2; Flp 3,8.10); por otro lado, el esfuerzo de estudio asiduo, dirigido exclusivamente a una comprensión del misterio del Señor cada vez más profunda. Es precisamente este doble testimonio ofrecido de modo admirable por san Jerónimo, el que se propone como modelo, sobre todo, para los monjes, quienes viven de ascesis y oración, con vistas a que se dediquen al trabajo asiduo de la investigación y del pensamiento; después, para los estudiosos, que deben recordar que el saber sólo es válido religiosamente si está fundado en el amor exclusivo a Dios, y expoliado de toda ambición humana y aspiración mundana.

Tales dimensiones fueron incorporadas en el campo de la historia del arte, donde la presencia de san Jerónimo es frecuente: grandes maestros de la pintura occidental nos han dejado sus representaciones. Podríamos organizar las diversas tipologías iconográficas en dos líneas distintas. Una lo define sobre todo como monje y penitente, con un cuerpo marcado por el ayuno, retirado en zonas desérticas, de rodillas o postrado en tierra, en muchos casos apretando una piedra en la mano derecha para golpearse el pecho, y con los ojos vueltos al Crucificado. En esta línea se sitúa la conmovedora obra maestra de Leonardo da Vinci conservada en la Pinacoteca Vaticana. Otro modo de representar a Jerónimo es el que lo muestra vestido como un estudioso, sentado en su escritorio, dedicado a la traducción y al comentario de la Sagrada Escritura, rodeado de libros y pergaminos, consagrado a la misión de defender la fe a través del pensamiento y la escritura. Albrecht Dürer, por citar otro ejemplo ilustre, lo representó más de una vez en esta actitud.

Los dos aspectos evocados anteriormente se encuentran unidos en el lienzo de Caravaggio, en la Galería Borghese de Roma. En una única escena se representa al anciano asceta, vestido ligeramente con un manto rojo, que tiene un cráneo sobre la mesa, símbolo de la vanidad de las realidades terrenas; pero al mismo tiempo también se manifiesta con vehemencia su cualidad de estudioso, que tiene los ojos fijos en el libro, mientras su mano mete la pluma en el tintero, como acto que caracteriza al escritor.

De manera análoga —que llamaría sapiencial— debemos comprender el doble perfil del itinerario biográfico de Jerónimo. Cuando, como un verdadero «León de Belén», exageraba en los tonos, lo hacía por la búsqueda de una verdad que estaba dispuesto a servir incondicionalmente. Y como él mismo explica en el primero de sus escritos, Vida de san Pablo, ermitaño de Tebas, los leones son capaces de «desaforados rugidos», pero también de lágrimas[27]. Por este motivo, las dos fisonomías contrapuestas que aparecen en su figura son, en realidad, elementos con los que el Espíritu Santo le permitió madurar su unidad interior.


Amor por la Sagrada Escritura

El rasgo peculiar de la figura espiritual de san Jerónimo sigue siendo, sin duda, su amor apasionado por la Palabra de Dios, transmitida a la Iglesia en la Sagrada Escritura. Si todos los Doctores de la Iglesia —y en particular los de la época cristiana primitiva— obtuvieron explícitamente de la Biblia el contenido de sus enseñanzas, Jerónimo lo hizo de una manera más sistemática y en algunos aspectos única.

En los últimos tiempos los exegetas han descubierto el genio narrativo y poético de la Biblia, exaltado precisamente por su calidad expresiva. Jerónimo, en cambio, lo que enfatizaba de las Escrituras era más bien el carácter humilde con el que Dios se reveló, expresándose en la naturaleza áspera y casi primitiva de la lengua hebrea, comparada con el refinamiento del latín ciceroniano. Por tanto, no se dedicaba a la Sagrada Escritura por un gusto estético, sino —como es bien conocido— sólo porque lo llevaba a conocer a Cristo, porque ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo[28].

Jerónimo nos enseña que no sólo se deben estudiar los Evangelios, y que no es solamente la tradición apostólica, presente en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas, la que hay que comentar, sino que todo el Antiguo Testamento es indispensable para penetrar en la verdad y la riqueza de Cristo[29]. Las mismas páginas del Evangelio lo atestiguan: nos hablan de Jesús como Maestro que, para explicar su misterio, recurre a Moisés, a los profetas y a los Salmos (cf. Lc 4,16-21; 24,27.44-47). Incluso la predicación de Pedro y Pablo, en los Hechos, se fundamenta emblemáticamente en las antiguas Escrituras; sin ellas, no puede entenderse plenamente la figura del Hijo de Dios, el Mesías Salvador. El Antiguo Testamento no debe considerarse como un vasto repertorio de citas que demuestran el cumplimiento de las profecías en la persona de Jesús de Nazaret. En cambio, más radicalmente, sólo a la luz de las “figuras” veterotestamentarias es posible comprender plenamente el significado del acontecimiento de Cristo, cumplido en su muerte y resurrección. De ahí la necesidad de redescubrir, en la práctica catequética y en la predicación, así como en las discusiones teológicas, el aporte indispensable del Antiguo Testamento, que debe ser leído y asimilado como alimento precioso (cf. Ez 3,1-11; Ap 10,8-11)[30].

La dedicación total de Jerónimo a las Escrituras se manifestó en una forma de expresión apasionada, semejante a la de los antiguos profetas. De ellos sacaba nuestro Doctor su fuego interior, que se convertía en palabra impetuosa y explosiva (cf. Jr 5,14; 20,9; 23,29; Ml 3,2; Si 48,1; Mt 3,11; Lc 12,49), necesaria para expresar el celo ardiente del servidor de la causa de Dios. Siguiendo los pasos de Elías, Juan el Bautista e incluso el apóstol Pablo, el desdén ante la mentira, la hipocresía y las falsas doctrinas enciende el discurso de Jerónimo haciéndolo provocativo y aparentemente duro. La dimensión polémica de sus escritos se comprende mejor si se lee como una especie de calco y actualización de la tradición profética más auténtica. Jerónimo, por tanto, es un modelo de testimonio inflexible de la verdad, que asume la severidad del reproche para inducir a la conversión. En la intensidad de las locuciones e imágenes se manifiesta la valentía del siervo que no quiere agradar a los hombres sino sólo a su Señor (Ga 1,10), por quien ha consumido toda la energía espiritual.


El estudio de la Sagrada Escritura

El amor apasionado de san Jerónimo por las divinas Escrituras está impregnado de obediencia. En primer lugar respecto a Dios, que se ha comunicado con palabras que exigen una escucha reverente[31] y, en consecuencia, también la obediencia a quienes en la Iglesia representan la tradición interpretativa viva del mensaje revelado. Sin embargo, la «obediencia de la fe» (Rm 1,5; 16,26) no es una mera recepción pasiva de lo que es conocido; al contrario, requiere el compromiso activo de la investigación personal. Podemos considerar a san Jerónimo como un “servidor” de la Palabra, fiel y trabajador, completamente consagrado a favorecer en sus hermanos de fe una comprensión más adecuada del «depósito» sagrado que les ha sido confiado (cf. 1 Tm 6,20; 2 Tm 1,14). Si no se entiende lo escrito por los autores inspirados, la misma Palabra de Dios carece de eficacia (cf. Mt 13,19) y el amor a Dios no puede surgir.

Ahora bien, las páginas bíblicas no siempre son accesibles de inmediato. Como se dice en Isaías (29,11), incluso para aquellos que saben “leer” —es decir, que han tenido una formación intelectual suficiente— el libro sagrado aparece “sellado”, cerrado herméticamente a la interpretación. Por tanto, es necesario que intervenga un testigo competente para proporcionar la llave liberadora, la de Cristo Señor, único capaz de desatar los sellos y abrir el libro (cf. Ap 5,1-10), para revelar la prodigiosa efusión de la gracia (cf. Lc 4,17-21). Muchos entonces, incluso entre los cristianos practicantes, declaran abiertamente que no saben leer (cf. Is 29,12), no por analfabetismo, sino porque no están preparados para el lenguaje bíblico, sus modos expresivos y las tradiciones culturales antiguas, por lo que el texto bíblico resulta indescifrable, como si estuviera escrito en un alfabeto desconocido y en una lengua poco comprensible.

Se vuelve necesario, por tanto, la mediación del intérprete, ejerciendo su función “diaconal”, al ponerse al servicio de quienes no pueden comprender el sentido de lo escrito proféticamente. La imagen que se puede evocar, a este respecto, es la del diácono Felipe, impulsado por el Señor para ir en ayuda del eunuco que está leyendo un pasaje de Isaías en su carroza (53,7-8), pero sin poder comprender su significado: «¿Crees entender lo que estás leyendo?», pregunta Felipe; y el eunuco responde: «¿Cómo voy a entender si nadie me lo explica?» (Hch 8,30-31)[32].

Jerónimo es nuestro guía sea porque, como lo hizo Felipe (cf. Hch 8,35), lleva a quien lee al misterio de Jesús, sea también porque asume responsable y sistemáticamente las mediaciones exegéticas y culturales necesarias para una lectura correcta y fecunda de la Sagrada Escritura[33]. La competencia en las lenguas en las que se transmitió la Palabra de Dios, el cuidadoso análisis y evaluación de los manuscritos, la investigación arqueológica precisa, además del conocimiento de la historia de la interpretación, en definitiva, todos los recursos metodológicos que estaban disponibles en su época histórica los supo utilizar armónica y sabiamente, para orientar hacia una comprensión correcta de la Escritura inspirada.

Una dimensión tan ejemplar de la actividad de san Jerónimo es muy importante incluso en la Iglesia de hoy. Como nos enseña la Dei Verbum, si la Biblia es «como el alma de la sagrada teología»[34] y la columna vertebral espiritual de la práctica religiosa cristiana[35], es indispensable que el acto interpretativo de la misma esté sostenido por competencias específicas.

A este propósito sirven ciertamente los centros especializados para la investigación bíblica —como el Pontificio Instituto Bíblico en Roma y L’École Biblique y el Studium Biblicum Franciscanum en Jerusalén— y patrística —como el Augustinianum en Roma—, pero también las Facultades de Teología deben esforzarse para que la enseñanza de la Sagrada Escritura esté programada de tal manera que se asegure a los estudiantes una capacidad interpretativa competente, tanto en la exégesis de los textos como en la síntesis de la teología bíblica. La riqueza de las Escrituras es desafortunadamente ignorada o minimizada por muchos, porque no se les han proporcionado las bases esenciales del conocimiento. Por tanto, junto a un incremento de los estudios eclesiásticos dirigidos a sacerdotes y catequistas, que valoricen de manera más adecuada la competencia en la Sagrada Escritura, se debe promover una formación extendida a todos los cristianos, para que cada uno sea capaz de abrir el libro sagrado y extraer los frutos inestimables de sabiduría, esperanza y vida[36].

Aquí quisiera recordar lo que expresó mi predecesor en la Exhortación apostólica Verbum Domini: «La sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados. […] Sobre la actitud que se ha de tener con respecto a la Eucaristía y la Palabra de Dios, dice san Jerónimo: “Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él dice: ‛Quien no come mi carne y bebe mi sangre’ (Jn 6,53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al Misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios”»[37].

Lamentablemente, en muchas familias cristianas nadie se siente capaz —como en cambio está prescrito en la Torá (cf. Dt 6,6)— de dar a conocer a sus hijos la Palabra del Señor, con toda su belleza, con toda su fuerza espiritual. Por eso quise establecer el Domingo de la Palabra de Dios[38], animando a la lectura orante de la Biblia y a la familiaridad con la Palabra de Dios[39]. Todas las demás manifestaciones de la religiosidad se enriquecerán así de sentido, estarán orientadas por una jerarquía de valores y se dirigirán a lo que constituye la cumbre de la fe: la adhesión plena al misterio de Cristo.


La Vulgata

El “fruto más dulce de la ardua siembra”[40] del estudio del griego y el hebreo, realizado por Jerónimo, es la traducción del Antiguo Testamento del hebreo original al latín. Hasta ese momento, los cristianos del imperio romano sólo podían leer la Biblia en griego en su totalidad. Mientras que los libros del Nuevo Testamento se habían escrito en griego, para los del Antiguo existía una traducción completa, la llamada Septuaginta (es decir, la versión de los Setenta) realizada por la comunidad judía de Alejandría alrededor del siglo II a.C. Para los lectores de lengua latina, sin embargo, no había una versión completa de la Biblia en su propio idioma, sino sólo algunas traducciones, parciales e incompletas, que procedían del griego. Jerónimo, y después de él sus seguidores, tuvieron el mérito de haber emprendido una revisión y una nueva traducción de toda la Escritura. Con el estímulo del papa Dámaso, Jerónimo comenzó en Roma la revisión de los Evangelios y los Salmos, y luego, en su retiro en Belén, empezó la traducción de todos los libros veterotestamentarios, directamente del hebreo; una obra que duró años.

Para completar este trabajo de traducción, Jerónimo hizo un buen uso de sus conocimientos de griego y hebreo, así como de su sólida formación latina, y utilizó las herramientas filológicas que tenía a su disposición, en particular las Hexaplas de Orígenes. El texto final combinó la continuidad en las fórmulas, ahora de uso común, con una mayor adherencia al estilo hebreo, sin sacrificar la elegancia de la lengua latina. El resultado es un verdadero monumento que ha marcado la historia cultural de Occidente, dando forma al lenguaje teológico. Superados algunos rechazos iniciales, la traducción de Jerónimo se convirtió inmediatamente en patrimonio común tanto de los eruditos como del pueblo cristiano, de ahí el nombre de Vulgata[41]. La Europa medieval aprendió a leer, orar y razonar en las páginas de la Biblia traducidas por Jerónimo. «La Sagrada Escritura se ha convertido así en una especie de “inmenso vocabulario” (P. Claudel) y de “Atlas iconográfico” (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos»[42]. La literatura, las artes e incluso el lenguaje popular se han inspirado constantemente en la versión jeronimiana de la Biblia, dejándonos tesoros de belleza y devoción.

En relación a este hecho indiscutible, el Concilio de Trento estableció el carácter «auténtico» de la Vulgata en el decreto Insuper, rindiendo homenaje al uso secular que la Iglesia había hecho de ella y certificando su valor como instrumento de estudio, predicación y discusión pública[43]. Sin embargo, no pretendía minimizar la importancia de las lenguas originales, como no dejaba de recordar Jerónimo, ni mucho menos prohibir nuevos trabajos de traducción integral en el futuro. San Pablo VI, asumiendo el mandato de los Padres del Concilio Vaticano II, quiso que la revisión de la traducción de la Vulgata se completara y se pusiera a disposición de toda la Iglesia. Así es como san Juan Pablo II, en la Constitución apostólica Scripturarum thesaurus[44], promulgó en 1979 la edición típica llamada Neovulgata.


La traducción como inculturación

Con su traducción, Jerónimo logró “inculturar” la Biblia en la lengua y la cultura latina, y esta obra se convirtió en un paradigma permanente para la acción misionera de la Iglesia. En efecto, «cuando una comunidad acoge el anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda su cultura con la fuerza transformadora del Evangelio»[45], y de este modo se establece una especie de circularidad: así como la traducción de Jerónimo está en deuda con la lengua y la cultura de los clásicos latinos, cuyas huellas son claramente visibles, así ella, con su lengua y su contenido simbólico y de imágenes, se ha convertido a su vez en un elemento creador de cultura.

El trabajo de traducción de Jerónimo nos enseña que los valores y las formas positivas de cada cultura representan un enriquecimiento para toda la Iglesia. Los diferentes modos en que la Palabra de Dios se anuncia, se comprende y se vive con cada nueva traducción enriquecen la Escritura misma, puesto que —según la conocida expresión de Gregorio Magno— crece con el lector[46], recibiendo a lo largo de los siglos nuevos acentos y nueva sonoridad. La inserción de la Biblia y del Evangelio en las diferentes culturas hace que la Iglesia se manifieste cada vez más como «sponsa ornata monilibus suis» (Is 61,10). Y atestigua, al mismo tiempo, que la Biblia necesita ser traducida constantemente a las categorías lingüísticas y mentales de cada cultura y de cada generación, incluso en la secularizada cultura global de nuestro tiempo[47].

Ha sido recordado, con razón, que es posible establecer una analogía entre la traducción, como acto de hospitalidad lingüística, y otras formas de hospitalidad[48]. Por eso, la traducción no es un trabajo que concierne únicamente al lenguaje, sino que corresponde, de hecho, a una decisión ética más amplia, que está relacionada con toda la visión de la vida. Sin traducción, las diferentes comunidades lingüísticas no podrían comunicarse entre sí; nosotros cerraríamos las puertas de la historia y negaríamos la posibilidad de construir una cultura del encuentro[49]. En efecto, sin traducción no hay hospitalidad y se fortalecen las acciones de hostilidad. El traductor es un constructor de puentes. ¡Cuántos juicios temerarios, cuántas condenas y conflictos surgen del hecho de ignorar el idioma de los demás y de no esforzarnos, con tenaz esperanza, en esta prueba infinita de amor que es la traducción!

Jerónimo también tuvo que oponerse al pensamiento dominante de su época. Si en los albores del imperio romano, el saber griego era relativamente común, en ese momento ya era una rareza. Sin embargo, llegó a ser uno de los mejores conocedores de la lengua y literatura griega cristiana y se embarcó solo en un viaje aún más arduo cuando se dedicó al estudio del hebreo. Como fue escrito, si «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo»[50], podemos decir que le debemos al poliglotismo de san Jerónimo una comprensión más universal del cristianismo y, al mismo tiempo, más acorde con sus fuentes.

Con la celebración del centenario de la muerte de san Jerónimo, nuestra mirada se vuelve hacia la extraordinaria vitalidad misionera expresada por la traducción de la Palabra de Dios a más de tres mil idiomas. Muchos son los misioneros a quienes debemos la preciosa labor de publicar gramáticas, diccionarios y otras herramientas lingüísticas que ofrecen las bases de la comunicación humana y son un vehículo del «sueño misionero de llegar a todos»[51]. Es necesario valorar todo este trabajo e invertir en él, contribuyendo a superar las fronteras de la incomunicabilidad y de la falta de encuentro. Todavía queda mucho por hacer. Como ha sido afirmado, no existe comprensión sin traducción[52]; no nos comprenderemos a nosotros mismos, ni a los demás.


Jerónimo y la cátedra de Pedro

Jerónimo siempre tuvo una relación especial con la ciudad de Roma: Roma es el puerto espiritual al que regresó continuamente; en Roma se formó el humanista y se forjó el cristiano; él era homo romanus. Este vínculo se daba, de manera muy peculiar, en la lengua de la Urbe, el latín, del que fue maestro y conocedor, pero estuvo sobre todo vinculado a la Iglesia de Roma y, en especial, a la cátedra de Pedro. La tradición iconográfica, de manera anacrónica, lo representaba con la púrpura cardenalicia, para señalar su pertenencia al presbiterio de Roma junto al papa Dámaso. Fue en Roma donde comenzó la revisión de la traducción; e incluso cuando la envidia y la incomprensión lo obligaron a abandonar la ciudad, siempre permaneció fuertemente vinculado a la cátedra de Pedro.

Para Jerónimo, la Iglesia de Roma era el terreno fértil donde la semilla de Cristo da fruto abundante[53]. En una época agitada, en la que la túnica inconsútil de la Iglesia se veía a menudo desgarrada por las divisiones entre los cristianos, Jerónimo consideraba la cátedra de Pedro como un punto de referencia seguro: «Yo, que no sigo más primacía que la de Cristo, me uno por la comunión a tu beatitud, es decir, a la cátedra de Pedro. Sé que la Iglesia está edificada sobre esa roca». En medio de las disputas contra los arrianos, escribió a Dámaso: «Quien no recoge contigo, desparrama; es decir, el que no es de Cristo es del anticristo»[54]. Por eso podía afirmar también: «El que se adhiera a la cátedra de Pedro es mío»[55].

Jerónimo a menudo se vio involucrado en discusiones ásperas a causa de la fe. Su amor por la verdad y la ardiente defensa de Cristo quizá lo llevaron a exagerar la violencia verbal en sus cartas y escritos. Sin embargo, vivía orientado a la paz: «También nosotros queremos la paz, y no sólo la queremos, sino que la pedimos suplicantes. Pero la paz de Cristo, la paz verdadera, una paz sin enemistades, una paz que no lleve escondida la guerra, una paz que no esclavice a los adversarios, sino que los una como amigos»[56].

Nuestro mundo necesita más que nunca la medicina de la misericordia y la comunión. Permítanme repetir una vez más: Demos un testimonio de comunión fraterna que sea atractivo y luminoso[57]. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35). Es lo que pidió intensamente Jesús con su oración al Padre: «Para que todos sean uno […] en nosotros, para que el mundo crea» (Jn 17,21).


Amar lo que Jerónimo amó

Como conclusión de esta Carta, quisiera hacer un nuevo llamamiento a todos. Entre los muchos elogios que la posteridad le rinde a san Jerónimo está el de no ser considerado solamente uno de los más grandes estudiosos de la “biblioteca” de la que el cristianismo se nutre a lo largo del tiempo, comenzando por el tesoro de las Sagradas Escrituras; sino que también se le puede aplicar lo que él mismo escribió sobre Nepociano: «Por la asidua lectura y la meditación prolongada, había hecho de su corazón una biblioteca de Cristo»[58]. Jerónimo no escatimó esfuerzos para enriquecer su biblioteca, en la que siempre vio un laboratorio indispensable para la comprensión de la fe y la vida espiritual; y en esto constituye un maravilloso ejemplo también para el presente. Pero, además, fue más lejos. Para él, el estudio no se limitaba a sus primeros años juveniles de formación, sino que era un compromiso constante, una prioridad de todos los días de su vida. En definitiva, podemos decir que asimiló toda una biblioteca y se convirtió en dispensador de conocimiento para muchos otros. Postumiano, que en el siglo IV viajó a Oriente para descubrir los movimientos monásticos, fue testigo ocular del estilo de vida de Jerónimo, con quien permaneció unos meses, y lo describió de la siguiente manera: «Él es todo en la lectura, todo en los libros; no descansa ni de día ni de noche; siempre lee o escribe algo»[59].

En este sentido, a menudo pienso en la experiencia que puede tener un joven hoy al entrar en una librería de su ciudad, o en una página de internet, y buscar el sector de libros religiosos. Es un espacio que, cuando existe, en la mayoría de los casos no sólo es marginal, sino carente de obras sustanciales. Al examinar esos estantes, o esas páginas en la red, es difícil para un joven comprender cómo la investigación religiosa pueda ser una aventura emocionante que une pensamiento y corazón; cómo la sed de Dios haya encendido grandes mentes a lo largo de los siglos hasta hoy; cómo la maduración de la vida espiritual haya contagiado a teólogos y filósofos, artistas y poetas, historiadores y científicos. Uno de los problemas actuales, no sólo de religión, es el analfabetismo: escasean las competencias hermenéuticas que nos hagan intérpretes y traductores creíbles de nuestra propia tradición cultural. Deseo lanzar un desafío, de modo particular, a los jóvenes: Vayan en busca de su herencia. El cristianismo los convierte en herederos de un patrimonio cultural insuperable del que deben tomar posesión. Apasiónense de esta historia, que es de ustedes. Atrévanse a fijar la mirada en Jerónimo, ese joven inquieto que, como el personaje de la parábola de Jesús, vendió todo lo que tenía para comprar «la perla de gran valor» (Mt 13,46).

Verdaderamente, Jerónimo es la «biblioteca de Cristo», una biblioteca perenne que dieciséis siglos después sigue enseñándonos lo que significa el amor de Cristo, un amor que no se puede separar del encuentro con su Palabra. Por esta razón, el centenario actual representa una llamada a amar lo que Jerónimo amó, redescubriendo sus escritos y dejándonos tocar por el impacto de una espiritualidad que puede describirse, en su núcleo más vital, como el deseo inquieto y apasionado de un conocimiento más profundo del Dios de la Revelación. ¿Cómo no escuchar, en nuestros días, lo que Jerónimo exhortaba incesantemente a sus contemporáneos: «Lee muy a menudo las Divinas Escrituras, o mejor, nunca el texto sagrado se te caiga de las manos»?[60].

Un ejemplo luminoso es la Virgen María, evocada por Jerónimo sobre todo como madre virginal, pero también en su actitud de lectora orante de la Escritura. María meditaba en su corazón (cf. Lc 2,19.51) porque «era santa y había leído las Sagradas Escrituras, conocía a los profetas y recordaba lo que el ángel Gabriel le había anunciado y lo que se le había augurado por boca de los profetas. […] Veía a Aquel recién nacido, que era su Hijo, su único Hijo, acostado y dando vagidos, en ese pesebre, pero a quien en realidad estaba viendo allí acostado era al Hijo de Dios; y lo que ella estaba viendo andaba comparándolo con cuanto había oído y leído»[61]. Encomendémonos a ella, que mejor que nadie puede enseñarnos a leer, meditar, rezar y contemplar a Dios, que se hace presente en nuestra vida sin cansarse jamás.

Roma, San Juan de Letrán, 30 de septiembre, memoria de san Jerónimo, del año 2020, octavo de mi pontificado.


Francisco

[1] «Deus qui beato Hieronymo presbitero suavem et vivum Scripturae Sacrae affectum tribuisti, da, ut populus tuus verbo tuo uberius alatur et in eo fontem vitae inveniet» (Collecta Missae Sancti Hieronymi, Missale Romanum, editio typica tertia, Civitas Vaticana 2002). Traducción en lengua española: «Oh, Dios, que concediste al presbítero san Jerónimo un amor suave y vivo a la Sagrada Escritura, haz que tu pueblo se alimente de tu palabra con mayor abundancia y encuentre en ella la fuente de la vida» (Oración colecta Memoria litúrgica de san Jerónimo, Misal Romano, Madrid 2017)


[2] Epistula (en adelante: Ep.) 22, 30: CSEL 54, 190.

[3] AAS 12 (1920), 385-423.

[4] Cf. Audiencias Generales 7 y 14 noviembre 2007: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (9 noviembre 2007), p. 12; ibíd. (16 noviembre 2007), p. 16.

[5] Sínodo de los Obispos, Mensaje al Pueblo de Dios de la XII Asamblea general ordinaria (24 octubre 2008).

[6] Cf. AAS 102 (2010), 681-787.

[7] Chronicum 374: PL 27, 697-698.

[8] Ep. 125, 12: CSEL 56, 131.

[9] Cf. Ep. 122, 3: CSEL 56, 63.

[10] Cf. Homilía en la Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (10 diciembre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (18 diciembre 2015), p. 13. La anécdota se encuentra en A. Louf, Sotto la guida dello Spirito, Qiqaion, Magnano (BI) 1990, 154-155.

[11] Cf. Ep. 125, 12: CSEL 56, 131.

[12] Cf. VD, 89: AAS 102 (2010), 761-762.

[13] Cf. Ep. 125, 9.15.19: CSEL 56, 128.133-134.139.

[14] Vita Malchi monachi captivi 7, 3: PL 23, 59-60; S. Jerónimo, Vidas de tres monjes: Obras completas, edición bilingüe, vol. II, ed. BAC, Madrid 2002, 631.

[15] Praef. Esther 2: PL 28, 1505.

[16] Cf. Ep. 108, 26: CSEL 55, 344-345.

[17] Ep. 52, 8: CSEL 54, 428-429; cf. VD, 60: AAS 102 (2010), 739.

[18] Praef. Paralipomenon LXX 1.10-15: SCh 592, 340.

[19] Praef. in Pentateuchum: PL 28, 184.

[20] Ep. 80, 3: CSEL 55, 105.

[21] Mensaje con motivo de la XXIV solemne Sesión pública de las Academias Pontificias (4 diciembre 2019): L’Osservatore Romano (6 diciembre 2019), p. 8.

[22] VD, 30: AAS 102 (2010), 709.

[23] Ep. 125, 15.2: CSEL 56, 133.120.

[24] Ep. 3, 6: CSEL 54, 18.

[25] Cf. Praef. Josue 1, 9-12: SCh 592, 316.

[26] Homilia in Psalmum 95: PL 26, 1181; cf. S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 359.

[27] Cf. Vita S. Pauli primi eremitae, 16, 2: PL 23, 28; S. Jerónimo, Vida de tres monjes: Obras completas, edición bilingüe, vol. II, ed. BAC, Madrid 2002, 615.

[28] Cf. In Isaiam Prol.: PL 24, 17. S. Jerónimo, Comentario a Isaías (Libros I-XII): Obras completas, edición bilingüe, vol. VIa, ed. BAC, Madrid 2007, 5.

[29] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 14.

[30] Cf. ibíd.

[31] Cf. ibíd., 7.

[32] Cf. Ep. 53, 5: CSEL 54, 451; S. Jerónimo, Epistolario I (Cartas 1-85): Obras completas, edición bilingüe, vol. Xa, ed. BAC, Madrid 2013, 505.

[33] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 12.

[34] Ibíd., 24.

[35] Cf. ibíd., 25.

[36] Cf. ibíd., 21.

[37] N. 56; cf. In Psalmum 147: CCL 78, 337-338; S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 635-636.

[38] Cf. Carta. ap. en forma de Motu Proprio Aperuit illis (30 septiembre 2019).

[39] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 152.175: AAS 105 (2013), 1083-1084.1093.

[40] Cf. Ep. 52,3: CSEL 54, 417.

[41] Cf. VD, 72: AAS 102 (2010), 746-747.

[42] S. Juan Pablo II, Carta a los artistas (4 abril 1999), 5: AAS 91 (1999), 1159-1160.

[43] Cf. Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, 1506.

[44] (25 abril 1979): AAS 71 (1979), 557-559.

[45] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 116: AAS 105 (2013), 1068.

[46] Homilia in Ezech. I, 7: PL 76, 843D.

[47] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 116: AAS 105 (2013), 1068.

[48] Cf. P. Ricœur, Sur la traduction, Bayard, París 2004.

[49] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24: AAS 105 (2013), 1029-1030.

[50] L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, 5.6.

[51] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 31: AAS 105 (2013), 1033.

[52] Cf. G. Steiner, After Babel. Aspects of language and translation, Oxford University Press, Nueva York 1975.

[53] Cf. Ep. 15, 1: CSEL 54, 63.

[54] Ibíd., 15, 2: CSEL 54, 62-64.

[55] Ibíd., 16, 2: CSEL 54, 69.

[56] Ibíd., 82, 2: CSEL 55, 109.

[57]Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 99: AAS 105 (2013), 1061.

[58] Ep. 60, 10: CSEL 54, 561.

[59] Sulpicius Severus, Dialogus I, 9, 5: SCh 510, 136-138.

[60] Ep. 52, 7: CSEL 54, 426.

[61] Homilia de nativitate Domini IV: PLSuppl. 2, 191; S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 961.

martes, 1 de septiembre de 2020

MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO: JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR EL CUIDADO DE LA CREACIÓN 2020


Mensaje del Papa Francisco: Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación 2020
Redacción ACI Prensa
Foto: Vatican Media


Este 1 de septiembre de 2020 se celebra la sexta Jornada Mundial de Oración por el cuidado de la creación instituida por el Papa Francisco en agosto de 2015.

Por este motivo, la Oficina de Prensa de la Santa Sede publicó el texto del Mensaje del Santo Padre para esta Jornada Mundial de Oración anual, fecha que recuerda la importancia de este tema explicado también en la Carta Encílica “Laudato si”  (Alabado seas) sobre el cuidado de la casa común publicada en la Solemnidad de Pentecostés de 2015.

En el mensaje de esta Jornada Mundial de Oración, el Papa reconoce que “la pandemia actual nos ha llevado de alguna manera a redescubrir estilos de vida más sencillos y sostenibles” por lo que destaca que “necesitamos aprovechar este momento decisivo para acabar con actividades y propósitos superfluos y destructivos, y para cultivar valores, vínculos y proyectos generativos”.

“Debemos examinar nuestros hábitos en el uso de energía, en el consumo, el transporte y la alimentación. Es necesario eliminar de nuestras economías los aspectos no esenciales y nocivos y crear formas fructíferas de comercio, producción y transporte de mercancías”, advierte.

A continuación, el texto completo del mensaje del Papa Francisco por la Jornada Mundial de Oración por el cuidado de la creación:

«Declararéis santo el año cincuenta y promulgaréis por el país liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo» (Lv 25,10)

Queridos hermanos y hermanas:

Cada año, en particular desde la publicación de la Carta encíclica Laudato si’ (LS, 24 mayo 2015), el primer día de septiembre la familia cristiana celebra la Jornada mundial de oración por el cuidado de la creación, con la que comienza el Tiempo de la Creación, que finaliza el 4 de octubre, en memoria de san Francisco de Asís. En este período, los cristianos renuevan en todo el mundo su fe en Dios creador y se unen de manera especial en la oración y tarea a favor de la defensa de la casa común.

Me alegra que el tema elegido por la familia ecuménica para la celebración del Tiempo de la Creación 2020 sea “Jubileo de la Tierra”, precisamente en el año en el que se cumple el cincuentenario del Día de la Tierra.

En la Sagrada Escritura, el Jubileo es un tiempo sagrado para recordar, regresar, descansar, reparar y alegrarse.

1. Un tiempo para recordar

Estamos invitados a recordar sobre todo que el destino último de la creación es entrar en el “sábado eterno” de Dios. Es un viaje que se desarrolla en el tiempo, abrazando el ritmo de los siete días de la semana, el ciclo de los siete años y el gran Año Jubilar que llega al final de siete años sabáticos.

El Jubileo es también un tiempo de gracia para hacer memoria de la vocación original de la creación con vistas a ser y prosperar como comunidad de amor. Existimos sólo a través de las relaciones: con Dios creador, con los hermanos y hermanas como miembros de una familia común, y con todas las criaturas que habitan nuestra misma casa. «Todo está relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y hermanas en una maravillosa peregrinación, entrelazados por el amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también, con tierno cariño, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre tierra» (LS, 92).

Por lo tanto, el Jubileo es un momento para el recuerdo, para conservar la memoria de nuestra existencia interrelacional. Debemos recordar constantemente que «todo está relacionado, y que el auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás» (LS, 70).

2. Un tiempo para regresar

El Jubileo es un momento para volver atrás y arrepentirse. Hemos roto los lazos que nos unían al Creador, a los demás seres humanos y al resto de la creación. Necesitamos sanar estas relaciones dañadas, que son esenciales para sostenernos a nosotros mismos y a todo el entramado de la vida.

El Jubileo es un tiempo para volver a Dios, nuestro creador amoroso. No se puede vivir en armonía con la creación sin estar en paz con el Creador, fuente y origen de todas las cosas. Como señaló el papa Benedicto, «el consumo brutal de la creación comienza donde no está Dios, donde la materia es sólo material para nosotros, donde nosotros mismos somos las últimas instancias, donde el conjunto es simplemente una propiedad nuestra» (Encuentro con el Clero de la Diócesis de Bolzano-Bressanone, 6 agosto 2008).

El Jubileo nos invita a pensar de nuevo en los demás, especialmente en los pobres y en los más vulnerables. Estamos llamados a acoger de nuevo el proyecto original y amoroso de Dios para la creación como una herencia común, un banquete para compartir con todos los hermanos y hermanas en un espíritu de convivencia; no en una competencia desleal, sino en una comunión gozosa, donde nos apoyamos y protegemos mutuamente. El Jubileo es un momento para dar libertad a los oprimidos y a todos aquellos que están encadenados a las diversas formas de esclavitud moderna, incluida la trata de personas y el trabajo infantil.

También debemos volver a escuchar la tierra, que las Escrituras indican como adamah, el lugar del que fue formado el hombre, Adán. Hoy la voz de la creación nos urge, alarmada, a regresar al lugar correcto en el orden natural, a recordar que somos parte, no dueños, de la red interconectada de la vida. La desintegración de la biodiversidad, el vertiginoso incremento de los desastres climáticos, el impacto desigual de la pandemia en curso sobre los más pobres y frágiles son señales de alarma ante la codicia desenfrenada del consumo.

Particularmente durante este Tiempo de la Creación, escuchamos el latido del corazón de todo lo creado. En efecto, esta ha sido dada para manifestar y comunicar la gloria de Dios, para ayudarnos a encontrar en su belleza al Señor de todas las cosas y volver a él (cf. S. Buenaventura, In II Sent., I, 2,2, q.1, concluido; Brevil., II, 5.11). La tierra de la que fuimos extraídos es, por tanto, un lugar de oración y meditación: «Despertemos el sentido estético y contemplativo que Dios puso en nosotros» (Exhort. ap. Querida Amazonia, 56). La capacidad de maravillarnos y contemplar es algo que podemos aprender especialmente de los hermanos y hermanas indígenas, que viven en armonía con la tierra y sus múltiples formas de vida.

3. Un tiempo para descansar

En su sabiduría, Dios reservó el sábado para que la tierra y sus habitantes pudieran reposar y reponerse. Hoy, sin embargo, nuestro estilo de vida empuja al planeta más allá de sus límites. La continua demanda de crecimiento y el incesante ciclo de producción y consumo están agotando el medio ambiente. Los bosques se desvanecen, el suelo se erosiona, los campos desaparecen, los desiertos avanzan, los mares se vuelven ácidos y las tormentas se intensifican: ¡la creación gime!

Durante el Jubileo, el Pueblo de Dios fue invitado a descansar de su trabajo habitual, para permitir que la tierra se regenerará y el mundo se reorganizará, gracias al declive del consumo habitual. Hoy necesitamos encontrar estilos de vida equitativos y sostenibles, que restituyan a la Tierra el descanso que se merece, medios de subsistencia suficientes para todos, sin destruir los ecosistemas que nos mantienen.

La pandemia actual nos ha llevado de alguna manera a redescubrir estilos de vida más sencillos y sostenibles. La crisis, en cierto sentido, nos ha brindado la oportunidad de desarrollar nuevas formas de vida. Se pudo comprobar cómo la Tierra es capaz de recuperarse si la dejamos descansar: el aire se ha vuelto más limpio, las aguas más transparentes, las especies animales han regresado a muchos lugares de donde habían desaparecido. La pandemia nos ha llevado a una encrucijada. Necesitamos aprovechar este momento decisivo para acabar con actividades y propósitos superfluos y destructivos, y para cultivar valores, vínculos y proyectos generativos. Debemos examinar nuestros hábitos en el uso de energía, en el consumo, el transporte y la alimentación. Es necesario eliminar de nuestras economías los aspectos no esenciales y nocivos y crear formas fructíferas de comercio, producción y transporte de mercancías.

4. Un tiempo para reparar


El Jubileo es un momento para reparar la armonía original de la creación y sanar las relaciones humanas perjudicadas.

Nos invita a restablecer relaciones sociales equitativas, restituyendo la libertad y la propiedad a cada uno y perdonando las deudas de los demás. Por eso, no debemos olvidar la historia de explotación del sur del planeta, que ha provocado una enorme deuda ecológica, principalmente por el saqueo de recursos y el uso excesivo del espacio medioambiental común para la eliminación de residuos. Es el momento de la justicia restaurativa. En este sentido, renuevo mi llamamiento para cancelar la deuda de los países más frágiles ante los graves impactos de la crisis sanitaria, social y económica que afrontan tras el Covid-19. También es necesario asegurar que los incentivos para la recuperación, que se están desarrollando e implementando a nivel global, regional y nacional, sean realmente eficaces, con políticas, legislaciones e inversiones enfocadas al bien común y con la garantía de que se logren los objetivos sociales y ambientales globales.

Es igualmente necesario reparar la tierra. Restaurar el equilibrio climático es sumamente importante, puesto que estamos en medio de una emergencia. Se nos acaba el tiempo, como nos lo recuerdan nuestros niños y jóvenes. Se debe hacer todo lo posible para limitar el crecimiento de la temperatura media global por debajo del umbral de 1,5 grados centígrados, tal como se ratificó en el Acuerdo de París sobre el Clima: ir más allá resultará catastrófico, especialmente para las comunidades más pobres del mundo. En este momento crítico es necesario promover la solidaridad intrageneracional e intergeneracional. En preparación para la importante Cumbre del Clima en Glasgow, Reino Unido (COP 26), insto a cada país a adoptar objetivos nacionales más ambiciosos para reducir las emisiones.

Restaurar la biodiversidad es igualmente crucial en el contexto de una desaparición de especies y una degradación de los ecosistemas sin precedentes. Es necesario apoyar el llamado de las Naciones Unidas para salvaguardar el 30% de la Tierra como hábitat protegido para 2030, a fin de frenar la alarmante tasa de pérdida de biodiversidad. Exhorto a la comunidad internacional a trabajar unida para asegurar que la Cumbre de Biodiversidad (COP 15) en Kunming, China, sea un punto de inflexión hacia el restablecimiento de la Tierra como una casa donde la vida sea abundante, de acuerdo con la voluntad del Creador.

Estamos obligados a reparar según justicia, asegurando que quienes han habitado una tierra durante generaciones puedan recuperar plenamente su uso. Las comunidades indígenas deben ser protegidas de las empresas, en particular de las multinacionales, que, mediante la extracción deletérea de combustibles fósiles, minerales, madera y productos agroindustriales, «hacen en los países menos desarrollados lo que no pueden hacer en los países que les aportan capital» (LS, 51). Esta mala conducta empresarial representa un «nuevo tipo de colonialismo» (S. JUAN PABLO II, Discurso a la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, 27 abril 2001, citado en Querida Amazonia, 14), que explota vergonzosamente a las comunidades y países más pobres que buscan con desesperación el desarrollo económico. Es necesario consolidar las legislaciones nacionales e internacionales, para que regulen las actividades de las empresas extractivas y garanticen a los perjudicados el acceso a la justicia.

5. Un tiempo para alegrarse

En la tradición bíblica, el Jubileo representa un evento gozoso, inaugurado por un sonido de trompeta que resuena en toda la tierra. Sabemos que el grito de la Tierra y de los pobres se ha vuelto aún más fuerte en los últimos años. Al mismo tiempo, somos testigos de cómo el Espíritu Santo está inspirando a personas y comunidades de todo el mundo a unirse para reconstruir nuestra casa común y defender a los más vulnerables. Asistimos al surgimiento paulatino de una gran movilización de personas, que desde la base y desde las periferias están trabajando generosamente por la protección de la tierra y de los pobres. Da alegría ver a tantos jóvenes y comunidades, especialmente indígenas, a la vanguardia de la respuesta a la crisis ecológica. Piden un Jubileo de la Tierra y un nuevo comienzo, conscientes de que «las cosas pueden cambiar» (LS, 13).

También es motivo de alegría constatar cómo el Año especial en el aniversario de la Encíclica Laudato si’ está inspirando numerosas iniciativas, a nivel local y mundial, para el cuidado de la casa común y los pobres. Este año debería conducir a planes operativos a largo plazo para lograr una ecología integral en las familias, parroquias, diócesis, órdenes religiosas, escuelas, universidades, atención médica, empresas, granjas y en muchas otras áreas.

Nos alegramos además de que las comunidades de creyentes se estén uniendo para crear un mundo más justo, pacífico y sostenible. Es motivo de especial alegría que el Tiempo de la Creación se esté convirtiendo en una iniciativa verdaderamente ecuménica. ¡Sigamos creciendo en la conciencia de que todos vivimos en una casa común como miembros de la misma familia!

Alegrémonos porque, en su amor, el Creador apoya nuestros humildes esfuerzos por la Tierra. Esta es también la casa de Dios, donde su Palabra «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14), el lugar donde la efusión del Espíritu Santo se renueva constantemente.

«Envía, Señor, tu Espíritu y renueva la faz de la tierra» (cf. Sal 104,30).

lunes, 31 de agosto de 2020

INTENCIONES DE ORACIÓN DEL PAPA FRANCISCO PARA EL MES DE SEPTIEMBRE


VIDEO#09 intención de oración 2020: El Papa Francisco pide rezar por bienes del planeta
Redacción ACI Prensa


El Vaticano publicó el video con la intención de oración del Papa Francisco para el mes de septiembre de 2020 en el que pide rezar para que “los bienes del planeta no sean saqueados, sino que se compartan de manera justa y respetuosa”.

En esta edición del video del Papa con la intención mensual de oración, el Santo Padre advierte que “estamos exprimiendo los bienes del planeta” y añade que se están exprimiendo “como si fuera una naranja”.

Además, el Papa Francisco alerta sobre “la deuda ecológica” causada por “países y empresas del Norte que se han enriquecido explotando dones naturales del Sur” y cuestionó “¿Quién va a pagar esa deuda?”.

En esta línea, el Santo Padre dijo que tal deuda ecológica “se agranda cuando multinacionales hacen fuera de sus países lo que no se les permite hacer en los suyos” por lo que añadió que “es indignante”.

Por ello, el Papa agregó que “hoy, no mañana, hoy, tenemos que cuidar la Creación con responsabilidad”.

“Recemos para que los bienes del planeta no sean saqueados, sino que se compartan de manera justa y respetuosa”, pidió el Papa quien reiteró “no al saqueo, sí al compartir”.

En esta línea, la cuenta oficial de Twitter @Pontifex compartió este 31 de agosto la nueva edición del video del Papa.

EL PAPA FRANCISCO...

domingo, 12 de julio de 2020

PAPA FRANCISCO SOBRE DESTINO DE SANTA SOFÍA: ESTOY MUY DOLORIDO


Papa Francisco sobre destino de Santa Sofía: “Estoy muy dolorido”
Redacción ACI Prensa





El Papa Francisco confió públicamente que le causa mucho dolor la decisión de las autoridades turcas en convertir la antigua catedral de Santa Sofía en Estambul, hasta ahora museo, en mezquita, lugar de culto musulmán.

Tras el rezo del Ángelus de este 12 de julio, y mencionar que se celebra el Día Internacional del Mar, el Santo Padre dirigió un saludo a las personas que “trabajan en el mar, especialmente quienes están lejos de sus seres queridos y sus países”.

“Y el mar me conduce un poco lejos con el pensamiento: a Estambul. Pienso en Santa Sofía, y estoy muy dolorido”, destacó el Papa Francisco quien permaneció brevemente en silencio orante.

Después, el Santo Padre saludó a los fieles de Roma y los peregrinos de diferentes países entre ellos las familias del Movimiento de los Focolares, así como también a los representantes de la pastoral de la salud de la diócesis de Roma y agradeció a los “muchos sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos que están al lado de los enfermos en este período de pandemia”.

“¡Gracias! ¡Gracias por lo que han hecho y por lo que están haciendo! ¡Gracias!”, exclamó el Papa.


Santa Sofía será mezquita
El pasado 10 de julio, la justicia de Turquía autorizó que Santa Sofía, hasta ahora museo y antigua catedral, vuelva a ser una mezquita, es decir un lugar de culto musulmán.

Santa Sofía fue durante unos mil años catedral cristiana. Tras la conquista de Constantinopla por el sultán Mehmet Faith fue convertida en mezquita y, en 1935, declarada museo.

Sin embargo, una corte en Turquía declaró que el fallo de 1935, que convirtió la antigua catedral de Santa Sofía en museo, fue ilegal.

Fue el presidente de Turquía, Tayyip Erdogan, quien presionó para que se revocara esta decisión y, este lugar declarado Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, sea nuevamente convertido en mezquita.

Según informó el diario El Periódico, se espera que el primer gran rezo multitudinario en Santa Sofía tenga lugar el próximo día 15 de julio.

El diario El Mundo indicó que Santa Sofía, también conocida como Hagia Sophia, en los últimos años ha alcanzado 3 millones de visitas anuales.

El portavoz presidencial Ibrahim Kalin aseguró que se preservará la simbología cristiana, que actualmente se combina en el interior con cuatro grandes medallones que representan los cuatro primeros califas del islam suní y que seguirá abierta al turismo en las horas que no son de rezo.

El hecho de que Erdogan, en el poder en Turquía desde 2003, haya decidido precisamente ahora presionar para la conversión de Santa Sofía en mezquita está motivado en una voluntad de “impulsar su imagen de liderazgo y popularidad entre los sectores de población más islamistas y ultranacionalistas” tras la pérdida de apoyos por la crisis económica y su gestión deficiente de la pandemia de COVID-19.


Así lo dijo a El Periódico, el director del programa de Turquía de la Fundación para la Defensa de las Democracias (FDD) y exmiembro del parlamento turco, Aykan Erdemir.

Antecedentes históricos
La demanda de devolución de esta basílica del siglo VI al culto musulmán ha cobrado fuerza desde 1953, cuando se celebró el quinto centenario de la toma de Constantinopla en 1453.

En el momento de la toma de la ciudad, llamada “la Fetih” en la que el sultán fue a celebrar la victoria en Santa Sofía, transformándola ipso facto en una mezquita.

Este gesto confirió un carácter sagrado y musulmán a la basílica, que se convirtió en un símbolo del islam turco, aunque, paradójicamente, se le dejó su nombre griego y cristiano, Aya Sofía.

Atatürk, fundador y primer presidente de la República de Turquía de 1923 a 1938, decidió en 1934, ante gran escándalo de los clérigos, “secularizar” Santa Sofía, transformándola en un museo, y eso es lo que sigue siendo hasta hoy.

Aunque es oficialmente neutral desde 1934, el pasado 23 de marzo sus minaretes fueron utilizados para llamar a la oración islámica. Algo que ya ocurrió el 3 de julio de 2016, la primera vez en 85 años. 

VATICANO: MENSAJE DE ORACIÓN POR EL DOMINGO DEL MAR 2020


Vaticano: Mensaje de oración por el Domingo del Mar 2020
Redacción ACI Prensa
 Foto: Vatican Media



El Vaticano publicó este 12 de julio el tradicional mensaje anual con ocasión del Domingo del Mar que se suele celebrar el segundo domingo de julio “para recordar y rezar, de una manera especial, por la gente de mar que trabaja lejos de su país, de sus seres queridos y de la Iglesia local”.

Este texto vaticano se dirige principalmente a los capellanes, voluntarios y a quienes apoyan el apostolado del mar. “Es un mensaje de gratitud para recordar el difícil trabajo que desarrollan los marinos en todo le mundo en este momento de emergencia sanitaria causada por el COVID-19”.

El mensaje firmado por el prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, cardenal Peter Kodwo Appiah Turkson, destacó que “conscientes de la difícil situación generada por la propagación del COVID-19, algunas Stella Maris nacionales han decidido posponer la celebración a una fecha posterior. Por esta razón, este mensaje se puede utilizar en cualquier otro momento”.

A continuación, el mensaje completo para el Domingo del Mar 2020:

Estimados hermanos y hermanas en Cristo, queridos capellanes, voluntarios, amigos y simpatizantes de Stella Maris.

Este año, la celebración del Domingo del Mar debería haber sido un acontecimiento gozoso, por la celebración del centenario prevista para el mes de octubre en Glasgow, Escocia, (ahora aplazada hasta 2021). Sin embargo, coincide con un momento histórico, insólito y particularmente difícil, que el Papa Francisco ha descrito con las siguientes palabras: “Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes ynecesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos”.

Nuestro sentimiento está con los familiares y los amigos de las innumerables víctimas del coronavirus (entre ellos muchos marinos) y nos sentimos afligidos y desorientados por las incertidumbres con respecto al futuro.


La pandemia del COVID-19 obligó a numerosos países a imponer un confinamiento obligatorio y a cerrar muchas empresas, en un intento de impedir la difusión del virus. Aun así, la industria marítima prosiguió su actividad, añadiendo una multitud de retos a la vida de los marinos, que de por sí ya suele ser bastante problemática, y situándoles en el frente de la lucha contra el coronavirus.

Los buques, que transportan alrededor del 90% de los productos que nos permiten llevar una vida normal en estas difíciles circunstancias, como productos farmacéuticos o equipamientos médicos, siguieron navegando. Antes del cierre total, la industria de los cruceros intentó convencer a los gobiernos y a las autoridades portuarias de que mantuvieran abiertos los puertos y permitieran desembarcar, de forma segura, a sus pasajeros. Al mismo tiempo, intentó frenéticamente hallar formas de contener la propagación de infecciones entre los pasajeros y la tripulación de barcos que se habían convertido en incubadoras del COVID-19.

A pesar de que los marinos desempeñan un papel fundamental en la economía mundial, contribución importante y necesaria que las organizaciones e instituciones han intentado enfatizar durante la crisis del COVID-19, las actuales legislaciones y la política dominante no les ha otorgado la consideración que se merecen. Por esta razón, el Domingo del Mar es una oportunidad, que se nos brinda, para revalorizar el papel de los marinos y recordar algunos de los problemas que afectan negativamente su vida; problemas que se ven agudizados por la sospecha y el temor al contagio.

En una situación de emergencia sin precedentes como la que estamos viviendo, los miembros de la tripulación, que ya habían transcurrido entre seis y diez meses embarcados, han tenido que soportar un grave inconveniente: la ampliación de su período de trabajo. Esto conlleva un aumento de la fatiga personal y una prolongada ausencia de sus seres queridos y de la comodidad de sus hogares.

Los 100.000 marinos que cada mes, según estimaciones, finalizan sus contratos y están impacientes por regresar a casa, no han podido hacerlo debido al brote del COVID-19 y posterior cierre de las fronteras nacionales y cancelación de vuelos. Igualmente, miles de marinos que estaban preparados para embarcarse con un nuevo contrato, se quedaron confinados en hoteles y dormitorios en todo el mundo, teniendo a menudo que depender de instituciones caritativas para satisfacer sus necesidades básicas, como alimentación, higiene, adquisición de tarjetas SIM, etc.

Debido a la imposibilidad de obtener licencia para bajar a tierra y del acceso limitado al puerto para llevar a cabo visitas a bordo, los marinos embarcados sufren el aislamiento y un grave estrés psicofísico, que lleva a muchas tripulaciones al borde de la desesperación, llegando incluso a cometer suicidio.

Nos llegan noticias de muchos marinos con problemas médicos, graves y potencialmente letales, no relacionados con el COVID-19. Sin embargo, necesitan recibir con urgencia atención médica en los hospitales en tierra, tratamientos que, lamentablemente, se les negaron o se retrasaron hasta que pudieron ser trasladados en camilla. Además, los marinos que regresaron a casa después de un largo y dramático viaje, han tenido que someterse a cuarentena, o han sido víctimas de discriminación en su propio país porque son considerados portadores del coronavirus.

Debemos también lamentar el hecho de que, mientras los marinos garantizan, con dedicación y enormes sacrificios personales, el continuo funcionamiento de las cadenas de suministro, algunos armadores, agencias de tripulaciones y directivos sin escrúpulos, utilizan la excusa de la pandemia para ignorar sus obligaciones hacia estos marinos, negándose a garantizarles sus derechos laborales, los salarios adecuados y la promoción de un entorno laboral seguro para todos.

Según un informe, durante los tres primeros meses de 2020 se ha registrado un incremento del 24% en el número de ataques e intentos de secuestro por parte de piratas, con respecto al mismo período de 2019. Al parecer, el coronavirus no ha logrado detener los robos a mano armada, que siguen representando una amenaza para los marinos y añaden así ulterior ansiedad y motivo de preocupación a existencias, ya bajo presión por la incertidumbre causada por el virus.

Además de las experiencias antes mencionadas, que describen un medio de subsistencia peligroso, debemos considerar ahora que los marinos se enfrentan a la real amenaza de perder este precario medio de vida, ya que para muchos se traducirá en la pérdida total de ingresos y la incapacidad de asumir responsabilidades sociales y domésticas, como por ejemplo el pago de facturas, la educación de las personas a su cargo y el bienestar de la familia.


Habida cuenta de lo anteriormente expuesto, la celebración del Domingo del Mar, especialmente por parte de los cristianos, es un llamamiento a la “opción preferencial por los pobres” marinos, una opción a vivir en solidaridad con ellos. San Juan Pablo II calificó la solidaridad como una “virtud” y la definió “un compromiso irrenunciable por el bien del prójimo”. Esta debería ser nuestra actitud hacia estos marinos, puesto que las personas que son pobres, no solo porque exponen constantemente su vida al peligro, sino porque lo hacen para garantizar los movimientos de mercancías en favor de una economía mundial sana, merecen verdaderamente nuestra estima y nuestra gratitud.

Por esta razón, deseamos proponeros nuevamente el mensaje del Secretario General de la OMI, Kitack Lim: “No estáis solos. No os hemos olvidado”.

No estáis solos: los capellanes y los voluntarios de Stella Maris están con vosotros, dondequiera que estéis; no necesariamente sobre una pasarela, sino a través de una “capellanía virtual” que se mantiene en contacto con vosotros gracias a las redes sociales, siempre disponibles para responder a vuestra llamada, para escucharos y rezar por vuestro bienestar y el de vuestras familias.

No os hemos olvidado: los capellanes y los voluntarios de Stella Maris estarán con vosotros durante los próximos meses, cuando se pondrá a prueba vuestra capacidad de resiliencia, e intentaremos responder a vuestras necesidades materiales y espirituales. Estaremos siempre a vuestro lado, aliviando vuestras preocupaciones, defendiendo vuestros derechos y luchando contra la discriminación

No estáis solos. No os hemos olvidado: el próximo mes de agosto, la intención de la oración universal que expresa la gran preocupación del Papa Francisco por la humanidad y la misión de la Iglesia, está dedicada al mundo marítimo. Se invitará a todas las comunidades católicas del mundo a rezar por todos los que trabajan y viven del mar, entre ellos, los marinos, los pescadores y sus familias.

Encomendamos a María, Estrella del Mar, el bienestar de la gente de mar, el compromiso y la dedicación de los capellanes y de los voluntarios y rezamos a Nuestra Señora para que nos proteja de todos los peligros, especialmente de la calamidad del COVID-19.

Cardenal Peter Turkson

PAPA FRANCISCO INVITA A PONER EN PRÁCTICA LA PALABRA DE DIOS CADA DÍA


Papa Francisco invita a poner en práctica la Palabra de Dios cada día
POR MERCEDES DE LA TORRE | ACI Prensa
 Foto: Vatican Media



El Papa Francisco animó a recibir la semilla de la Palabra de Dios en nuestras vidas, y para ello, sugirió invocar a la Virgen María “modelo perfecto de tierra buena y fértil” para dar buenos frutos.

Así lo indicó el Santo Padre este Domingo 12 de julio al dirigir el rezo del Ángelus desde la ventana del Palacio Apostólico Vaticano.

“Que la Virgen María, modelo perfecto de tierra buena y fértil, nos ayude, con su oración, a convertirnos en terreno disponible sin espinas ni piedras, para que podamos llevar buenos frutos para nosotros y para nuestros hermanos”, dijo el Papa.

Al reflexionar en el pasaje del Evangelio de este Domingo de San Mateo (Mt 13, 1-23) en la que Jesús relata la parábola del sembrador, el Pontífice dijo que “esta parábola del sembrador es un poco la ‘madre’ de todas las parábolas, porque habla de la escucha de la Palabra”.

“Nos recuerda que la Palabra de Dios es una semilla que en sí misma es fecunda y eficaz; y Dios la esparce por todos lados con generosidad, sin importar el desperdicio. ¡Así es el corazón de Dios!”, señaló el Papa quien añadió que “cada uno de nosotros es un terreno sobre el que cae la semilla de la Palabra, ¡ninguno está excluido!”.


En esta línea, el Santo Padre sugirió “preguntarnos: ¿qué tipo de terreno soy? ¿Me parezco al camino, al pedregal, al arbusto? Si queremos, podemos convertirnos en terreno bueno, labrado y cultivado con cuidado, para hacer madurar la semilla de la Palabra. Está ya presente en nuestro corazón, pero hacerla fructificar depende de nosotros, depende de la acogida que reservamos a esta semilla”.

“A menudo estamos distraídos por demasiados intereses, por demasiados reclamos, y es difícil distinguir, entre tantas voces y tantas palabras, la del Señor, la única que hace libre”, reconoció el Papa quien destacó la importancia de “acostumbrarse a escuchar la Palabra de Dios, a leerla”.

Una vez más, el Papa Francisco aconsejó: “lleven siempre con ustedes un pequeño Evangelio, una edición de bolsillo del Evangelio, en bolsa, para leer cada día una parte, para que estén acostumbrados a leer la Palabra de Dios y a entender bien la semilla que Dios te ofrece y pensar con cuál tierra yo lo recibo”.

En este sentido, el Santo Padre advirtió que en esta parábola Jesús explica que “la Palabra de Dios, representada por las semillas, no es una Palabra abstracta, sino que es Cristo mismo, el Verbo del Padre que se ha encarnado en el vientre de María. Por lo tanto, acoger la Palabra de Dios quiere decir acoger la persona de Cristo, el mismo Cristo”.

“Hay distintas maneras de recibir la Palabra de Dios. Podemos hacerlo como un camino, donde en seguida vienen los pájaros y se comen las semillas”, dijo el Papa quien añadió que en este caso “sería la distracción, un gran peligro de nuestro tiempo”.

“Acosados por tantos chismorreos, por tantas ideologías, por las continuas posibilidades de distraerse dentro y fuera de casa, se puede perder el gusto del silencio, del recogimiento, del diálogo con el Señor, tanto como para arriesgar perder la fe y no acoger la Palabra de Dios. Estamos distraídos por las cosas mundanas”, alertó el Papa.

En segundo lugar, el Pontífice se refirió al recibir la Palabra de Dios “como un pedregal, con poca tierra. Allí la semilla brota en seguida, pero también se seca pronto, porque no consigue echar raíces en profundidad”.

“Es la imagen del entusiasmo momentáneo pero que permanece superficial, no asimila la Palabra de Dios. Y así, ante la primera dificultad, un sufrimiento, una turbación de la vida, esa fe todavía débil se disuelve, como se seca la semilla que cae en medio de las piedras”, afirmó.


En tercer lugar, el Papa recordó que es posible acoger la Palabra de Dios “como un terreno donde crecen arbustos espinosos. Y las espinas son el engaño de la riqueza, del éxito, de las preocupaciones mundanas... Ahí la Palabra se ahoga y no trae fruto”.

Finalmente, el Santo Padre sugirió acoger la Palabra de Dios “como el terreno bueno. Aquí, y solamente aquí la semilla arraiga y da fruto. La semilla que cae en este terreno fértil representa a aquellos que escuchan la Palabra, la acogen, la guardan en el corazón y la ponen en práctica en la vida de cada día”, concluyó.

A continuación, el Evangelio comentado por el Papa Francisco:

Mateo 13:1-9

1 Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó a orillas del mar. 2 Y se reunió tanta gente junto a él, que hubo de subir a sentarse en una barca, y toda la gente quedaba en la ribera. 3 Y les habló muchas cosas en parábolas. Decía: «Una vez salió un sembrador a sembrar. 4Y al sembrar, unas semillas cayeron a lo largo del camino; vinieron las aves y se las comieron. 5Otras cayeron en pedregal, donde no tenían mucha tierra, y brotaron enseguida por no tener hondura de tierra; 6 pero en cuanto salió el sol se agostaron y, por no tener raíz, se secaron. 7Otras cayeron entre abrojos; crecieron los abrojos y las ahogaron. 8Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta. 9El que tenga oídos, que oiga».