domingo, 5 de diciembre de 2021

PAPA FRANCISCO EN GRECIA 2021 - IMÁGENES, VIDEOS Y DISCURSOS DE SU VIAJE


Papa Francisco llega a Grecia en segunda etapa de su viaje apostólico número 35
Redacción ACI Prensa


El Papa Francisco arribó este sábado 4 de diciembre al Aeropuerto Internacional de Atenas (Grecia), para continuar con su viaje apostólico número 35, luego de haber visitado la isla de Chipre.

El avión que trasladó al Papa aterrizó en territorio griego aproximadamente a la 1:10 p.m. (hora local). Francisco permanecerá en este país hasta el lunes 6.

En Grecia, el Santo Padre tendrá este sábado un encuentro privado con el primer ministro y hará la tradicional visita de cortesía al presidente. Luego pronunciará su primer discurso oficial ante las autoridades civiles y cuerpo diplomático.

Posteriormente realizará una visita de cortesía al Arzobispo de Atenas y de todo Grecia, Su Beatitud Ieronymos II, en el arzobispado ortodoxo de Grecia. Después, en la “sala del trono” del arzobispado, el Papa pronunciará un discurso ante los líderes ortodoxos.

De ahí, se dirigirá a la Catedral católica de San Dionisio para su encuentro con los obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y catequistas. La última actividad del sábado será una reunión privada con los miembros de la Compañía de Jesús en la Nunciatura Apostólica, en Atenas.

El domingo, el Papa Francisco viajará en la mañana a la isla de Lesbos para visitar a los refugiados en el Reception and Identification Centre, donde pronunciará un discurso y presidir el rezo del Ángelus.

Pasado el mediodía, el Pontífice volverá a Atenas y a las 4:45 p.m. celebrará la Misa en el Megaron Concert Hall.

A las 7:00 p.m. Su Beatitud Ieronymos II realizará una visita de cortesía al Papa Francisco en la Nunciatura Apostólica de Atenas.


El lunes 6 de diciembre, último día de la visita a Grecia, el Pontífice recibirá en la Nunciatura Apostólica al presidente del Parlamento a las 8:15 a.m.

A las 9:45 a.m. el Santo Padre se reunirá con los jóvenes en la escuela San Dionisio de las hermanas ursulinas en Maroussi de Atenas.

Finalmente, el Papa Francisco se trasladará al Aeropuerto Internacional de Atenas para la ceremonia de despedida y partirá hacia Roma a las 11:30 a.m. El Pontífice aterrizará en la capital italiana aproximadamente a las 12:35 p.m. (hora de Italia).





El Papa Francisco se reúne con la primera presidenta mujer de Grecia
Redacción ACI Prensa
Créditos: Vatican Media



A su llegada a Grecia, en el marco de su viaje apostólico número 35, el Papa Francisco se reunió con la primera presidenta mujer del país, Katerina Sakellaropoulou, con quien dialogó en el estudio privado del Palacio Presidencial de Atenas.

Desde el 2 de diciembre, el Santo Padre viene realizando un viaje apostólico internacional a Chipre y Grecia, que durará hasta el lunes 6.

A su llegada al palacio presidencial, el Pontífice fue recibido por la guardia de honor vestida con ropas tradicionales y se interpretaron los himnos de Grecia y del Vaticano.

En su encuentro con Sakellaropoulou, el Santo Padre saludó a las delegaciones, para luego dirigirse a una sala del palacio donde conversó en privado con la presidenta del país.

Al concluir, el Santo Padre se dirigió a la sala de ceremonias para el encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático del país, a quienes dirigirá su primer discurso oficial.

Durante el recibimiento, la presidenta agradeció la visita del Papa Francisco y afirmó que esta tiene un gran significado para el país, que se encuentra celebrando el bicentenario de su independencia del Imperio otomano.

Posteriormente, el Papa Francisco realizará una visita de cortesía al Arzobispo de Atenas y de toda Grecia, Su Beatitud Ieronymos II, en el arzobispado ortodoxo de Grecia. Después, en la “sala del trono” del arzobispado, el Pontífice pronunciará un discurso ante los líderes ortodoxos.












Discurso del Papa Francisco a las autoridades, sociedad civil y cuerpo diplomático de Grecia
Redacción ACI Prensa




El Papa Francisco dirigió este sábado su discurso a las autoridades, sociedad civil y cuerpo diplomático, en el marco de su visita apostólica a Grecia que lleva a cabo hasta el lunes 6 de diciembre.

A continuación el texto completo:

Señora presidenta de la República, miembros del gobierno y del Cuerpo diplomático, distinguidas Autoridades religiosas y civiles, insignes Representantes de la sociedad y del mundo de la cultura, señoras y señores:

Los saludo cordialmente y agradezco a la señora Presidenta las palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de ustedes y de todos los ciudadanos griegos. Es un honor estar en esta gloriosa ciudad. Hago mías las palabras de san Gregorio Nacianceno: «Atenas áurea y dispensadora de bien… cuando buscaba la elocuencia, encontré la felicidad» (Oratio 43,14). Vengo como peregrino a estos lugares que sobreabundan de espiritualidad, cultura y civilización, para percibir la misma felicidad que entusiasmó al gran Padre de la Iglesia. Era la alegría de cultivar la sabiduría y de compartir su belleza. Una felicidad, por tanto, que no es individual ni está aislada, sino que, naciendo del asombro, tiende al infinito y se abre a la comunidad; una sabia felicidad, que desde estos lugares se ha difundido en todas partes. Sin Atenas y sin Grecia, Europa y el mundo no serían lo que son: serían menos sabios y menos felices.


Desde aquí, los horizontes de la humanidad se han dilatado. Yo también me siento invitado a elevar la mirada y a detenerla en la parte más alta de la ciudad: la Acrópolis. Visible desde lejos para los viajeros que han llegado hasta allí a través de los milenios, ofrecía una imprescindible referencia a la divinidad. Es la llamada a ampliar los horizontes hacia lo alto, desde el Monte Olimpo a la Acrópolis y al Monte Athos. Grecia invita al hombre de todos los tiempos a orientar el viaje de la vida hacia lo alto: hacia Dios, porque necesitamos de la trascendencia para ser verdaderamente humanos. Y mientras hoy en el Occidente, que ha nacido aquí, se tiende a ofuscar la necesidad del Cielo, atrapados por el frenesí de miles de carreras terrenas y por la avidez insaciable de un consumismo que despersonaliza, estos lugares nos invitan a dejarnos sorprender por el infinito, por la belleza del ser, por la alegría de la fe. Por aquí han pasado los caminos del Evangelio que han unido el Oriente y el Occidente, los Santos Lugares y Europa, Jerusalén y Roma; esos Evangelios que, para llevar al mundo la buena noticia de Dios amante del hombre, se escribieron en griego, lengua inmortal usada por la Palabra —el Logos— para expresarse, lenguaje de la sabiduría humana convertido en voz de la Sabiduría divina.

Pero en esta ciudad la mirada, además de dirigirse hacia lo alto, se impulsa también hacia el otro. Nos lo recuerda el mar, al que Atenas se asoma y que orienta la vocación de esta tierra, situada en el corazón del Mediterráneo para ser puente entre las personas. Aquí grandes historiadores se apasionaron narrando las historias de los pueblos cercanos y lejanos. Aquí, según la conocida afirmación de Sócrates, tuvo comienzo el sentirse ciudadanos no sólo de la propia patria, sino del mundo entero. Ciudadanos, aquí el hombre tomó conciencia de ser “un animal político” (cf. ARISTÓTELES, Política, I, 2) y, como parte de una comunidad, vio en los otros no sólo sujetos, sino ciudadanos con los que organizar juntos la polis. Aquí nació la democracia. La cuna, milenios después, se convirtió en una casa, una gran casa de pueblos democráticos: me refiero a la Unión Europea y al sueño de paz y fraternidad que representa para tantos pueblos.

Sin embargo, no se puede dejar de constatar con preocupación cómo hoy, no sólo en el continente europeo, se registra un retroceso de la democracia. Ésta requiere la participación y la implicación de todos y por tanto exige esfuerzo y paciencia; la democracia es compleja, mientras el autoritarismo es expeditivo y las promesas fáciles propuestas por los populismos se muestran atrayentes. En diversas sociedades, preocupadas por la seguridad y anestesiadas por el consumismo, el cansancio y el malestar conducen a una suerte de “escepticismo democrático”. Sin embargo, la participación de todos es una exigencia fundamental, no sólo para alcanzar objetivos comunes, sino porque responde a lo que somos: seres sociales, irrepetibles y al mismo tiempo interdependientes.

Pero también existe un escepticismo, en relación a la democracia, provocado por la distancia de las instituciones, por el temor a la pérdida de identidad y por la burocracia. El remedio a esto no está en la búsqueda obsesiva de popularidad, en la sed de visibilidad, en la proclamación de promesas imposibles o en la adhesión a abstractas colonizaciones ideológicas, sino que está en la buena política. Porque la política es algo bueno y así debe ser en la práctica, en cuanto responsabilidad suprema del ciudadano, en cuanto arte del bien común. Para que el bien sea realmente participado, hay que dirigir una atención particular, diría prioritaria, a las franjas más débiles. Esta es la dirección a seguir, que un padre fundador de Europa indicó como antídoto para las polarizaciones que animan la democracia, pero que amenazan con exasperarla: «Se habla mucho de quien está a la izquierda o a la derecha, pero lo decisivo es ir hacia adelante, e ir hacia adelante significa encaminarse hacia la justicia social» (A. DE GASPERI, Discurso en Milán, 23 abril 1949). En este sentido, es necesario un cambio de ritmo, mientras cada día se difunden miedos, amplificados por la comunicación virtual, y se elaboran teorías para oponerse a los demás. Ayudémonos, en cambio, a pasar del partidismo a la participación; del mero compromiso por sostener la propia facción a implicarse activamente por la promoción de todos.

Del partidismo a la participación. Es la motivación que nos debe impulsar en varios frentes: pienso en el clima, en la pandemia, en el mercado común y sobre todo en las pobrezas extendidas. Son desafíos que piden colaborar de manera concreta y activa, lo necesita la comunidad internacional, para abrir caminos de paz a través de un multilateralismo que no sea sofocado por excesivas pretensiones nacionalistas; lo necesita la política, para poner las exigencias comunes ante los intereses privados. Puede parecer una utopía, un viaje sin esperanza en un mar turbulento, una odisea larga e irrealizable. Y, sin embargo, como enseña el gran relato homérico, el viaje en un mar agitado es a menudo el único camino. Y alcanza la meta si está animado por el deseo de un hogar, por la búsqueda de seguir adelante juntos. A este respecto, quisiera renovar mi aprecio por el difícil recorrido que ha llevado al “Acuerdo de Prespa”, firmado entre esta República y la de Macedonia del Norte.

Mirando aún al Mediterráneo, mar que nos abre al otro, pienso en sus costas fértiles y en el árbol que podría erigirse como símbolo: el olivo, del que se acaban de recoger los frutos y que aúna tierras diversas que se asoman al único mar. Es triste ver cómo muchos olivos centenarios ardieron en los últimos años, consumidos por incendios causados con frecuencia por condiciones meteorológicas adversas, que a su vez fueron provocados por el cambio climático. Frente al paisaje herido de este maravilloso país, el árbol del olivo puede simbolizar la voluntad de contrastar la crisis climática y sus devastaciones. De hecho, después del diluvio, la catástrofe primordial narrada por la Biblia, una paloma regresó hasta Noé «llevando en el pico una hoja de olivo que había arrancado» (Gn 8,11). Era el símbolo de la recuperación, de la fuerza para volver a comenzar cambiando el estilo de vida, renovando las propias relaciones con el Creador, las creaturas y la creación. En este sentido, deseo que los compromisos asumidos en la lucha contra el cambio climático se compartan cada vez más y no sean de fachada, sino que se lleven adelante con seriedad; que a las palabras sigan los hechos, para que los hijos no paguen una vez más la hipocresía de los padres. Resuenan en este sentido las palabras que Homero puso en boca de Aquiles: «Me es tan odioso como las puertas del Hades quien piensa una cosa y manifiesta otra» (Ilíada, IX,312-313).


En la Escritura, el olivo también representa una invitación a ser solidarios, en particular con respecto a cuantos no pertenecen al propio pueblo. Dice la Biblia: «Si recoges el fruto de tus olivos, no regreses a buscar más. Será para el migrante» (Dt 24,20). Este país, caracterizado por la acogida, ha visto arribar en algunas de sus islas un número mayor de hermanos y hermanas migrantes que el de los mismos habitantes, aumentando de ese modo los problemas, que todavía se ven afectados por las dificultades que trajo consigo la crisis económica. Pero también las demoras europeas perduran. La Comunidad europea, desgarrada por egoísmos nacionalistas, más que ser un tren de solidaridad, algunas veces se muestra bloqueada y sin coordinación. Si en un tiempo los contrastes ideológicos impedían la construcción de puentes entre el este y el oeste del continente, hoy la cuestión migratoria también ha abierto brechas entre el sur y el norte. Quisiera exhortar nuevamente a una visión de conjunto, comunitaria, ante la cuestión migratoria, y animar a que se dirija la atención a los más necesitados para que, según las posibilidades de cada país, sean acogidos, protegidos, promovidos e integrados en el pleno respeto de sus derechos humanos y de su dignidad. Más que un obstáculo para el presente, eso representa una garantía para el futuro, de modo que sea signo de una convivencia pacífica para cuantos se ven forzados a huir en busca de un hogar y de esperanza, y que son cada vez más numerosos. Son los protagonistas de una terrible odisea moderna. Me agrada recordar que cuando Ulises desembarcó en Ítaca no fue reconocido por los señores del lugar, que le habían usurpado su casa y sus bienes, sino por quien se había hecho cargo de él. Su nodriza se dio cuenta de que era él cuando vio sus cicatrices. Los sufrimientos nos unen y reconocer la pertenencia a la misma humanidad frágil nos ayudará a construir un futuro más integrado y pacífico. ¡Transformemos en audaz oportunidad lo que sólo parece una desgraciada adversidad!

En cambio, la pandemia es la gran adversidad. Ha hecho que nos redescubramos frágiles y necesitados de los demás. También en este país es un desafío que requiere oportunas intervenciones por parte de las autoridades —me refiero a la necesidad de la campaña de vacunación— y no pocos sacrificios para los ciudadanos. Pero en medio de tanto esfuerzo se ha abierto camino un notable sentido de solidaridad, al que la Iglesia católica local es dichosa de poder seguir contribuyendo, con la convicción de que esto constituya una herencia que no debe perderse con el lento aplacarse de la tempestad. Algunas palabras del juramento de Hipócrates parecen escritas para nuestro tiempo, tales como el esfuerzo por “regular el tenor de vida por el bien de los enfermos”, por “abstenerse de todo daño y ofensa” a los demás, por salvaguardar la vida en todo momento, particularmente en el seno materno (cf. Juramento de Hipócrates, texto antiguo). Siempre ha de privilegiarse el derecho al cuidado y a los tratamientos para todos, para que los más débiles, en particular los ancianos, nunca sean descartados. En efecto, la vida es un derecho; no lo es la muerte, que se acoge, no se suministra.

Queridos amigos, algunos ejemplares de olivo mediterráneo atestiguan una vida tan larga que precede al nacimiento de Cristo. Milenarios y duraderos, han resistido el paso del tiempo y nos recuerdan la importancia de custodiar raíces fuertes, inervadas de memoria. Este país puede definirse como la memoria de Europa y estoy contento de visitarlo después de veinte años de la histórica visita del Papa Juan Pablo II y en el bicentenario de su independencia. A este respecto, es conocida la frase del general Colocotronis: “Dios ha puesto su firma sobre la libertad de Grecia”. Dios pone gustosamente su firma sobre la libertad humana, es su don más grande y lo que, a su vez, más valora de nosotros. Él, en efecto, nos ha creado libres y lo que más le agrada es que amemos libremente a Él y al prójimo. Las leyes contribuyen a hacerlo posible, pero también la educación en la responsabilidad y el crecimiento de una cultura del respeto. A este respecto, quiero renovar mi agradecimiento por el reconocimiento público de la comunidad católica y aseguro su voluntad de promover el bien común de la sociedad griega, orientando en ese sentido la universalidad que la caracteriza, con el deseo de que en términos prácticos siempre se garanticen las condiciones necesarias para desempeñar bien su servicio.

Hace doscientos años, el Gobierno provisorio del país se dirigió a los católicos con palabras conmovedoras: “Cristo ha establecido el mandamiento del amor al prójimo. ¿Pero quién es más prójimo a ustedes, nuestros conciudadanos, aunque haya algunas diferencias en los ritos? Nosotros tenemos una única patria, pertenecemos a un único pueblo; nosotros cristianos somos hermanos por la Santa Cruz”. Ser hermanos bajo el signo de la cruz, en este país bendecido por la fe y por sus tradiciones cristianas, exhorta a todos los creyentes en Cristo a cultivar la comunión en todos los ámbitos, en el nombre de ese Dios que abraza a todos con su misericordia. En este sentido, les agradezco su compromiso y los exhorto a hacer progresar a este país en la apertura, la inclusión y la justicia. Desde esta ciudad, desde esta cuna de la civilización se elevó —y que siga elevándose siempre— un mensaje orientado hacia lo alto y hacia el otro; que a las seducciones del autoritarismo responda con la democracia; que a la indiferencia individualista oponga el cuidado del otro, del pobre y de la creación, pilares esenciales para un humanismo renovado, que es lo que necesitan nuestros tiempos y nuestra Europa. O Theós na evloghí tin Elládha! [¡Que Dios bendiga a Grecia!]





Discurso del Papa Francisco en su encuentro con los líderes ortodoxos de Grecia
Redacción ACI Prensa



El Papa Francisco tuvo este sábado un encuentro con los líderes de la Iglesia Ortodoxa de Grecia, lideradas por Su Beatitud Jerónimo II, a quienes dirigió un discurso en el que animó a seguir trabajando para lograr la unidad de los cristianos.

A continuación el discurso completo del Papa Francisco.

Beatitud:

«Gracia y paz de parte de Dios» (Rm 1,7). Lo saludo con estas palabras del gran apóstol Pablo, las mismas con las que, mientras se encontraba en tierra griega, se dirigió a los fieles de Roma. Hoy nuestro encuentro renueva esa gracia y esa paz. Rezando ante los trofeos de la Iglesia de Roma, que son las tumbas de los apóstoles y de los mártires, me he sentido impulsado a venir aquí como peregrino, con gran respeto y humildad, para renovar esa comunión apostólica y alimentar la caridad fraterna. En este sentido deseo agradecerle, Beatitud, por las palabras que me ha dirigido y que correspondo con afecto, saludando, por medio suyo, al clero, a las comunidades monásticas y a todos los fieles ortodoxos de Grecia.


Hace cinco años nos encontramos en Lesbos, en la emergencia de uno de los dramas más grandes de nuestro tiempo, el de tantos hermanos y hermanas migrantes que no pueden ser dejados en la indiferencia y vistos sólo como una carga que hay que gestionar o, todavía peor, que hay que delegar a otro. Ahora volvemos a encontrarnos para compartir la alegría de la fraternidad y mirar al Mediterráneo que nos rodea no sólo como un lugar que preocupa y divide, sino también como un mar que nos une. Hace un tiempo recordé los olivos centenarios que aúnan estas tierras. Volviendo a evocar estos árboles que nos vinculan, pienso en las raíces que compartimos: son subterráneas, están escondidas, a menudo descuidadas, pero existen y lo sostienen todo. ¿Cuáles son nuestras raíces comunes que han atravesado los siglos? Son las raíces apostólicas. San Pablo las ponía de manifiesto recordando la importancia de estar «edificados sobre el cimiento de los apóstoles» (Ef 2,20). Estas raíces, que han crecido de la semilla del Evangelio, comenzaron a dar grandes frutos precisamente en la cultura helénica, pienso en tantos Padres y en los primeros grandes Concilios ecuménicos.

Lamentablemente, después hemos crecido alejados: nos han contaminado venenos mortales, la cizaña de la sospecha aumentó la distancia y dejamos de cultivar la comunión. San Basilio Magno afirmó que los verdaderos discípulos de Cristo están «modelados solamente en base a lo que ven en Él» (Moralia, 80,1). Con vergüenza —lo reconozco por la Iglesia católica— acciones y decisiones que tienen poco o nada que ver con Jesús y con el Evangelio, basadas más bien en la sed de ganancias y de poder, han hecho marchitar la comunión. De este modo hemos dejado que la fecundidad estuviera amenazada por las divisiones. La historia tiene su peso y hoy aquí siento la necesidad de renovar la súplica de perdón a Dios y a los hermanos por los errores que han cometido tantos católicos. Pero es un gran consuelo la certeza de saber que nuestras raíces son apostólicas y que, no obstante las distorsiones del tiempo, la planta de Dios crece y da frutos en el mismo Espíritu. Y es una gracia que reconozcamos los unos los frutos de los otros y que juntos agradezcamos al Señor por ello.

El fruto final del árbol de olivo es el aceite, ese aceite que tiempo atrás se contenía en preciosos vasos y recipientes, que abundan entre los tesoros arqueológicos de este país. El aceite ha proporcionado la luz que iluminó las noches de la antigüedad. Durante milenios fue el «sol líquido, el primer misterioso estado de la llama de las lámparas» (C. BOUREUX, Les plantes de la Bible et leur symbolique, París 2014, 65). A nosotros, querido hermano, el aceite nos evoca al Espíritu Santo, que dio a luz a la Iglesia. Sólo Él, con su esplendor que no conoce el ocaso, puede disipar las oscuridades e iluminar los pasos de nuestro camino.

Sí, porque el Espíritu Santo es, sobre todo, aceite de comunión. En la Escritura se habla del aceite que hace brillar el rostro del hombre (cf. Sal 104,15). Cuánto se necesita hoy reconocer el valor único que resplandece en todo hombre, en cada hermano. Reconocer esta característica común de la humanidad es el punto de partida para edificar la comunión. Pero, lamentablemente —como ha escrito un gran teólogo—, «la comunión parece tocar una cuerda sensible», un tema delicado, no sólo en la sociedad, sino a menudo también entre los discípulos de Jesús «en un mundo cristiano nutrido de individualismo y de rigidez institucional». Con todo, si las tradiciones propias y las especificidades de cada uno llevan a atrincherarse y a tomar distancia de los demás, si «la alteridad no es algo cualificado por la comunión, difícilmente se puede dar vida a una cultura adecuada» (I. ZIZIOULAS, Comunione e alterità, Roma 2016, 16). En cambio, la comunión entre los hermanos trae consigo la bendición divina. Los Salmos la comparan con un «perfume precioso que se derrama sobre la cabeza, que desciende sobre la barba» (Sal 133,2). El Espíritu que se derrama en las mentes nos impulsa en efecto a una fraternidad más intensa, a estructurarnos en la comunión. Por eso, no nos tengamos miedo, ayudémonos a adorar a Dios y a servir al prójimo, sin hacer proselitismo y respetando plenamente la libertad de los demás, porque —como escribió san Pablo— «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Co 3,17). Rezo para que el Espíritu de caridad venza nuestras resistencias y nos haga constructores de comunión, porque «si el amor logra expulsar completamente al temor y éste, transformado, se convierte en amor, entonces veremos que la unidad es una consecuencia de la salvación» (S. GREGORIO DE NISA, Homilía 15, sobre el libro del Cantar de los cantares). Por otra parte, ¿cómo podemos dar testimonio al mundo de la concordia del Evangelio si nosotros cristianos todavía estamos separados? ¿Cómo podemos anunciar el amor de Cristo que reúne a las gentes, si no estamos unidos entre nosotros? Muchos pasos se han realizado para encontrarnos. Invoquemos al Espíritu de comunión para que nos impulse en sus caminos y nos ayude a fundar la comunión no en base a cálculos, estrategias y conveniencias, sino sobre el único modelo al que hemos de mirar: la Santísima Trinidad.

En segundo lugar, el Espíritu es aceite de sabiduría. Él ungió a Cristo y desea inspirar a los cristianos. Dóciles a su sabiduría humilde, crecemos en el conocimiento de Dios y nos abrimos a los demás. Quisiera en este sentido expresar mi reconocimiento por la importancia que da esta Iglesia ortodoxa, heredera de la primera gran inculturación de la fe —la inculturación con la cultura helénica— a la formación y a la preparación teológica. También quisiera recordar la fructífera colaboración en el ámbito cultural entre la Apostolikí Diakonía de la Iglesia de Grecia —cuyos representantes tuve la alegría de encontrar en el 2019— y el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, así como la importancia de los simposios intercristianos promovidos por la Facultad de Teología ortodoxa de la Universidad de Salonicco junto a la Universidad Pontificia Antonianum de Roma. Son ocasiones que nos han permitido instaurar cordiales relaciones y llevar adelante útiles intercambios entre los académicos de nuestras confesiones. Agradezco además la activa participación de la Iglesia ortodoxa de Grecia en la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico. ¡Que el Espíritu nos ayude a proseguir con sabiduría en estos caminos!


Por último, el mismo Espíritu es aceite de consolación, Paráclito que está cerca de nosotros, bálsamo del alma, curación de nuestras heridas. Él ha consagrado a Cristo con la unción para que proclamara la buena noticia a los pobres, la liberación a los cautivos, la libertad a los oprimidos (cf. Lc 4,18). Y Él todavía nos impulsa para que nos hagamos cargo de los más débiles y los más pobres, y para que su causa —primordial a los ojos de Dios— se dé a conocer al mundo. Aquí, como en cualquier otro sitio, ha sido indispensable el apoyo ofrecido a los más necesitados durante los períodos más duros de la crisis económica. Desarrollemos juntos formas de cooperación en la caridad, abrámonos y colaboremos en cuestiones de carácter ético y social para servir a los hombres de nuestro tiempo y llevarles la consolación del Evangelio. En efecto, el Espíritu nos llama, hoy más que en el pasado, a curar las heridas de la humanidad con el óleo de la caridad.

Cristo mismo pidió a los suyos, en el momento de la angustia, el consuelo de la cercanía y la oración. La imagen del aceite nos conduce así al huerto de los olivos. Dijo Jesús: «Quédense aquí y vigilen» (Mc 14,34). Su petición a los apóstoles fue en plural. También hoy desea que vigilemos y recemos. Para llevar al mundo el consuelo de Dios y sanar nuestras relaciones heridas se necesita que recemos unos por otros. Es indispensable que lleguemos «a la necesaria purificación de la memoria histórica. Con la gracia del Espíritu Santo, los discípulos del Señor, animados por el amor, por la fuerza de la verdad y por la voluntad sincera de perdonarse mutuamente y reconciliarse, están llamados a reconsiderar juntos su doloroso pasado y las heridas que desgraciadamente éste sigue produciendo también hoy» (S. JUAN PABLO II, Carta. enc. Ut unum sint, 2).

A esto nos exhorta, en particular, la fe en la Resurrección. Los apóstoles, temerosos y titubeantes, se reconciliaron con la lacerante desilusión de la Pasión cuando vieron al Señor resucitado delante de ellos. Precisamente de sus llagas, que parecían imposibles de cicatrizar, encontraron una esperanza nueva, una misericordia inaudita, un amor más grande que sus propios errores y miserias, que los transformaría en un solo Cuerpo, unido por el Espíritu en la multiplicidad de muchos miembros diferentes. Que venga sobre nosotros el Espíritu del Crucificado Resucitado, que nos conceda «una sosegada y limpia mirada de verdad, vivificada por la misericordia divina, capaz de liberar los espíritus y suscitar en cada uno una renovada disponibilidad» (ibíd.); que nos ayude a no quedarnos paralizados por la negatividad y los prejuicios del pasado, sino a mirar la realidad con ojos nuevos. Entonces, las tribulaciones de ayer dejarán espacio a las consolaciones del presente, y seremos confortados por tesoros de gracia que redescubriremos en los hermanos. Como católicos, acabamos de comenzar un itinerario para profundizar la sinodalidad y sentimos que tenemos que aprender mucho de ustedes; lo deseamos con sinceridad. Es verdad que, cuando los hermanos en la fe se acercan, se derrama en los corazones el consuelo del Espíritu.

Beatitud, querido hermano, que en este camino nos acompañen los numerosos e insignes santos de estas tierras, y los mártires, que lamentablemente hoy en el mundo son más que en el pasado. De diversas confesiones en la tierra, habitan juntos el mismo Cielo. Que intercedan para que el Espíritu, óleo santo de Dios, se infunda sobre nosotros en un renovado Pentecostés como sobre los apóstoles de los que descendemos, que encienda en nosotros el deseo de la comunión, que nos ilumine con su sabiduría y que nos unja con su consolación.






Detienen a sacerdote ortodoxo que insultó al Papa en Grecia
POR WALTER SÁNCHEZ SILVA | ACI Prensa
 Crédito: Pool VAMP



La policía detuvo este sábado a un hombre que insultó al Papa Francisco antes del inicio de uno de los eventos en los que participa el Santo Padre en Grecia, en el marco de su viaje apostólico que concluirá el lunes 6 de diciembre.


“¡Papa eres herético!”, gritó el clérigo ortodoxo en dos ocasiones cuando el Papa ingresaba a la casa del arzobispo ortodoxo, Su Beatitud Ieronymos II, en Atenas, con quien sostuvo un encuentro.


Los gritos del hombre alertaron rápidamente a la seguridad personal del Santo Padre y a los agentes de policía que estaban en el lugar y que rápidamente detuvieron al ortodoxo.

Luego del encuentro con el arzobispo Ieronymus, el Papa Francisco se dirigió a la Catedral católica de San Dionisio, para un encuentro con los obispos, religiosos, seminaristas y catequistas.

https://twitter.com/i/status/1467171200187183112



Discurso del Papa Francisco a los obispos, sacerdotes, religiosos y catequistas de Grecia
Redacción ACI Prensa


El Papa Francisco mantuvo este sábado un encuentro con los obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y catequistas de Grecia, a quienes dirigió un discurso en el que les deseó de corazón “que prosigan la obra en su histórico taller de la fe, y que lo hagan con estos dos ingredientes: la confianza y la acogida, para saborear el Evangelio como experiencia de alegría y fraternidad”.

A continuación el discurso completo del Papa Francisco:

Queridos hermanos obispos,
queridos sacerdotes, religiosas y religiosos, seminaristas,
queridos hermanos y hermanas: Kalispera sas! [¡Buenas tardes!]

Les agradezco de corazón la acogida y las palabras de saludo que me ha dirigido Mons. Rossolatos. Y gracias, hermana, por su testimonio. Es importante que los religiosos y las religiosas vivan su servicio con este espíritu, con un amor apasionado que se hace don para la comunidad donde son enviados. ¡Gracias! Gracias también a Rokos por el hermoso testimonio de fe vivido en la familia, en la vida cotidiana, junto a los hijos que, como tantos jóvenes, en un cierto momento se hacen preguntas, se interrogan, se vuelven un poco críticos sobre algunas cosas. Pero también eso está bien, porque nos ayuda como Iglesia a reflexionar y a cambiar.

Estoy contento de encontrarlos en una tierra que es un don, un patrimonio de la humanidad sobre el que se han construido los fundamentos de Occidente. Todos somos un poco hijos y deudores de su país: sin la poesía, la literatura, la filosofía y el arte que se desarrollaron aquí no podríamos conocer tantas facetas de la existencia humana, ni satisfacer tantas preguntas interiores sobre la vida, el amor, el dolor y la muerte.


En el seno de este rico patrimonio, en los inicios del cristianismo se inauguró aquí un “taller” para la inculturación de la fe, dirigido por la sabiduría de muchos Padres de la Iglesia, que con su santa conducta de vida y sus escritos representan un faro luminoso para los creyentes de todas las épocas. Pero si nos preguntamos quién ha inaugurado el encuentro entre el cristianismo de los orígenes y la cultura griega, el pensamiento no puede ir más que al apóstol Pablo. Es él quien abrió el “taller de la fe” que sintetizó esos dos mundos; y lo hizo precisamente aquí, como relatan los Hechos de los Apóstoles. Llegó a Atenas, comenzó a predicar en la plaza y los eruditos de ese tiempo lo llevaron al Areópago (cf. Hch 17,16-34), que era el consejo de los ancianos, de los sabios que juzgaban cuestiones de interés público. Detengámonos en este episodio y dejémonos orientar, en nuestro camino como Iglesia, por dos actitudes del Apóstol que son útiles a nuestra actual elaboración de la fe.

La primera actitud es la confianza. Mientras Pablo predicaba, algunos filósofos comenzaron a preguntarse qué quería enseñar ese «charlatán» (v. 18). Lo llamaron así, charlatán, uno que inventa cosas aprovechándose de la buena fe de quien lo escucha, por eso lo condujeron al Areópago. Por tanto, no tenemos que imaginar que le abrieron el telón de un escenario. Al contrario, lo llevaron allí para interrogarlo: «¿Se puede saber qué doctrina nueva es esta que tú enseñas? Queremos saber qué significan estas cosas extrañas que te oímos decir» (vv. 19-20). Pablo, en definitiva, fue acorralado.

Estas circunstancias de su misión en Grecia también son importantes para nosotros: el Apóstol fue arrinconado. Un poco antes, en Tesalónica, había sido obstaculizado en su predicación y, a causa de los tumultos suscitados en el pueblo, que lo acusaba de procurar desórdenes, tuvo que escapar durante la noche. Ahora, en Atenas, fue tomado por un charlatán y, como un huésped no deseado, lo condujeron al Areópago. Por lo tanto, no estaba viviendo un momento triunfante, sino que estaba llevando adelante la misión en condiciones difíciles. Quizá en muchos momentos de nuestro camino, también nosotros percibimos el cansancio y a veces la frustración de ser una comunidad pequeña o una Iglesia con poca fuerza que se mueve en un contexto no siempre favorable. Mediten la historia de Pablo en Atenas: estaba solo, superado en número y tenía escasas posibilidades de éxito, pero no se dejó vencer por el desánimo, no renunció a la misión ni se dejó atrapar por la tentación de lamentarse. Esta es la actitud del verdadero apóstol: seguir adelante con confianza, prefiriendo la inquietud de las situaciones inesperadas a la costumbre y a la repetición. Pablo tuvo esa valentía, ¿de dónde le nacía? De la confianza en Dios. Su valentía era la de la confianza, confianza en la grandeza de Dios, que ama obrar en nuestra debilidad.

Queridos hermanos y hermanas, tenemos confianza, porque el ser Iglesia pequeña nos hace signo elocuente del Evangelio, del Dios anunciado por Jesús que elige a los pequeños y a los pobres, que cambia la historia con las proezas sencillas de los humildes. A nosotros, como Iglesia, no se nos pide el espíritu de la conquista y de la victoria, la magnificencia de los grandes números, el esplendor mundano. Todo eso es peligroso, es la tentación del triunfalismo. A nosotros se nos pide que sigamos el ejemplo del granito de mostaza, que es ínfimo, pero crece humilde y lentamente; es la más pequeña de todas las semillas —dice Jesús— pero cuando crece se convierte en un árbol (cf. Mt 13,32). A nosotros se nos pide que seamos levadura que fermenta en lo escondido, paciente y silenciosamente, dentro de la masa del mundo, gracias a la obra incesante del Espíritu Santo (cf. v. 33). El secreto del Reino de Dios está contenido en las pequeñas cosas, en lo que a menudo no se ve ni hace ruido. El apóstol Pablo, cuyo nombre remite a la pequeñez, vivió en la confianza porque acogió en el corazón estas palabras del Evangelio, hasta el punto de enseñarlas a los hermanos de Corinto: «lo que parece debilidad en Dios es más fuerte que todo lo humano», «escogió a los que el mundo tiene por débiles, para avergonzar a los fuertes» (1 Co 1,25.27).

Entonces, queridos amigos, quisiera decirles: bendigan la pequeñez y acójanla, los dispone a confiar en Dios y sólo en Él. Ser minoría —y en el mundo entero la Iglesia es minoritaria— no quiere decir ser insignificantes, sino recorrer el camino que abrió el Señor, que es el de la pequeñez, el de la kénosis, el abajamiento y la condescendencia. Él descendió hasta llegar a esconderse en los pliegues de la humanidad y en las llagas de nuestra carne. Nos ha salvado, sirviéndonos. Él, en efecto —afirma Pablo—, «se despojó de sí mismo asumiendo la condición de esclavo» (Flp 2,7). Muchas veces tenemos la obsesión de querer aparecer, de llamar la atención, pero «el Reino de Dios no viene de manera que lo puedan detectar visiblemente» (Lc 17,20). Ayudémonos a renovar esta confianza en la obra de Dios, a no perder el entusiasmo del servicio. ¡Ánimo y adelante!

Ahora quisiera destacar una segunda actitud de Pablo en el Areópago de Atenas: la acogida. Es la disposición interior necesaria para la evangelización, se trata de no querer ocupar el espacio y la vida de los demás, sino de sembrar la buena noticia en el terreno de su existencia, aprendiendo sobre todo a acoger y reconocer las semillas que Dios ya ha puesto en sus corazones, antes de nuestra llegada. Recordemos que Dios siempre precede nuestra siembra. Evangelizar no es llenar un recipiente vacío, es ante todo dar a luz aquello que Dios ya ha empezado a realizar. Y esta extraordinaria pedagogía es la que el Apóstol demostró ante los atenienses. No les dijo “se están equivocando en todo” o “ahora les enseño la verdad”, sino que comenzó acogiendo su espíritu religioso: «Atenienses, veo que ustedes son, desde todo punto de vista, personas muy religiosas.

Porque mientras paseaba y contemplaba sus monumentos sagrados encontré un altar en el que estaba escrito: “Al dios desconocido”» (Hch 17,22-23). El Apóstol reconoció la dignidad de sus interlocutores y acogió su sensibilidad religiosa. Aun cuando las calles de Atenas estaban llenas de ídolos, que lo habían hecho “estremecerse dentro de sí” (cf. v. 16), Pablo acogió el deseo de Dios escondido en el corazón de esas personas y amablemente quiso transmitirles el asombro de la fe. Su estilo no fue impositivo, sino propositivo; no estaba fundado en el proselitismo, sino en la mansedumbre de Jesús. Y eso fue posible porque Pablo tenía una mirada espiritual sobre la realidad, creía que el Espíritu Santo trabaja en el corazón del hombre, más allá de las etiquetas religiosas.

Hemos escuchado esto en el testimonio de Rokos. En un cierto momento, los hijos se alejan un poco de la práctica religiosa, pero el Espíritu Santo había obrado y continúa obrando, y de ese modo ellos creen mucho en la unidad y en la fraternidad con el prójimo. El Espíritu trabaja siempre, más allá de lo que se ve exteriormente, ¡acordémonos de esto! La actitud del apóstol en todo tiempo comienza, pues, por acoger al otro, no olvidemos que «la gracia supone la cultura, y el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe» (Exhort ap. Evangelii gaudium, 115).


A propósito de la visita de Pablo al Areópago, Benedicto XVI dijo que debemos interesarnos mucho por las personas agnósticas o ateas, pero que tenemos que estar atentos porque «cuando hablamos de una nueva evangelización, estas personas tal vez se asustan. No quieren verse a sí mismas como objeto de misión, ni renunciar a su libertad de pensamiento y de voluntad» (Discurso a la Curia Romana, 21 diciembre 2009). También hoy a nosotros se nos pide la actitud de la acogida, el estilo de la hospitalidad, un corazón animado por el deseo de crear comunión en medio de las diferencias humanas, culturales y religiosas. El desafío es elaborar la pasión por el conjunto, que nos conduzca —católicos, ortodoxos, hermanos y hermanas de otros credos— a escucharnos recíprocamente, a soñar y trabajar juntos, a cultivar la “mística” de la fraternidad (cf. Exhort ap. Evangelii gaudium, 87). La historia pasada permanece todavía como una herida abierta en el camino de este diálogo afable, pero abrazamos con valentía el desafío que hoy se nos presenta.

Queridos hermanos y hermanas, aquí en tierra griega, san Pablo manifestó su serena confianza en Dios y eso hizo que acogiera a los areopagitas que sospechaban de él. Con estas dos actitudes anunció a ese Dios que era desconocido para sus interlocutores, y llegó a presentarles el rostro de un Dios que en Cristo Jesús sembró el germen de la resurrección, el derecho universal a la esperanza.

Cuando Pablo anunció esta buena noticia, la mayor parte lo ridiculizó y se fue. Sin embargo, «algunos hombres se unieron a él y abrazaron la fe, entre ellos Dionisio, el areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más» (Hch 17,34). La mayoría se fue, un pequeño resto se unió a Pablo, entre ellos Dionisio, titular de esta Catedral. Era una pequeña porción, pero es así como Dios teje los hilos de la historia, desde entonces hasta hoy.

Les deseo de corazón que prosigan la obra en su histórico taller de la fe, y que lo hagan con estos dos ingredientes: la confianza y la acogida, para saborear el Evangelio como experiencia de alegría y fraternidad. Los llevo conmigo en el afecto y en la oración.

Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. O Theós na sas evloghi! [¡Que Dios los bendiga!]


El Papa propone 2 ingredientes para que prosiga el “histórico taller de la fe” en Grecia
Redacción ACI Prensa


En su discurso este sábado a los obispos, religiosos, seminaristas y catequistas de Grecia, el Papa Francisco los alentó a proseguir la obra de su “histórico taller de la fe” con dos “ingredientes”: la confianza y la acogida; para lo cual tienen como ejemplo a San Pablo.

“Les deseo de corazón que prosigan la obra en su histórico taller de la fe, y que lo hagan con estos dos ingredientes: la confianza y la acogida, para saborear el Evangelio como experiencia de alegría y fraternidad”, dijo el Santo Padre en su discurso en la Catedral de San Dionisio en Atenas.

El Papa dirigió un discurso luego de las palabras de Mons. Sevastiano Rossolato, Arzobispo Emérito de Atenas y presidente de la Conferencia Episcopal Griega, quien recordó que en Grecia “la Iglesia está constituida por comunidades de tres tradiciones litúrgicas: la latina, la bizantina y la armenia”.

El Prelado también se refirió al desafío que significa acoger a los inmigrantes, una realidad que ha cambiado el rostro de la Iglesia en Grecia en los últimos 30 años.

El Arzobispo dijo además que “con la Iglesia Ortodoxa, hermana nuestra con la que permanecen algunas dificultades para promover relaciones de conocimiento recíproco, sin embargo se puede decir que allí donde hay católicos y ortodoxos hay y se promueven relaciones de respeto y amor cristiano tangible”.

Francisco también escuchó el testimonio de la hermana María Virgen del Prado Bravo, religiosa argentina del Verbo Encarnado, quien llegó hace algunos años dispuesta a “dar la vida por Grecia” para “trabajar por las almas para la gloria de Dios dando testimonio del Verbo encarnado, encarnándolo en todo lo humano”.

En el evento un padre de familia de nombre Tinos también compartió su experiencia de haberse casado con una mujer ortodoxa, con quien formó a sus hijos cristianamente, y compartió algo del dolor de que ellos estén alejados de la fe.

Tras agradecer los testimonios personales y las palabras de bienvenida, el Papa Francisco resaltó que “en los inicios del cristianismo se inauguró aquí un ‘taller’ para la inculturación de la fe, dirigido por la sabiduría de muchos Padres de la Iglesia, que con su santa conducta de vida y sus escritos representan un faro luminoso para los creyentes de todas las épocas”.

El inicio de ese “taller”, dijo el Papa, es el apóstol Pablo, quien vivió con fuerza la confianza en Dios, con la que pudo superar la desconfianza de los filósofos del areópago en Atenas, quienes lo interrogaron al punto de “arrinconarlo” por considerarlo un “charlatán”.

El ejemplo de Pablo permite a los católicos avanzar “en un contexto no siempre favorable”, y como él, “seguir adelante con confianza, prefiriendo la inquietud de las situaciones inesperadas a la costumbre y a la repetición. Pablo tuvo esa valentía, ¿de dónde le nacía? De la confianza en Dios”.

“Queridos hermanos y hermanas, tenemos confianza, porque el ser Iglesia pequeña nos hace signo elocuente del Evangelio, del Dios anunciado por Jesús que elige a los pequeños y a los pobres, que cambia la historia con las proezas sencillas de los humildes”.

El Santo Padre resaltó luego que una segunda actitud ejemplar de Pablo fue la acogida.

“Es la disposición interior necesaria para la evangelización, se trata de no querer ocupar el espacio y la vida de los demás, sino de sembrar la buena noticia en el terreno de su existencia, aprendiendo sobre todo a acoger y reconocer las semillas que Dios ya ha puesto en sus corazones, antes de nuestra llegada”.

El Papa Francisco alentó a recordar que “Dios siempre precede nuestra siembra. Evangelizar no es llenar un recipiente vacío, es ante todo dar a luz aquello que Dios ya ha empezado a realizar”.

“Pablo acogió el deseo de Dios escondido en el corazón de esas personas y amablemente quiso transmitirles el asombro de la fe. Su estilo no fue impositivo, sino propositivo; no estaba fundado en el proselitismo, sino en la mansedumbre de Jesús”.

El Papa resaltó también que en el areópago la mayoría lo oyó y se fue, solo “un pequeño resto se unió a Pablo, entre ellos (San) Dionisio, titular de esta Catedral. Era una pequeña porción, pero es así como Dios teje los hilos de la historia, desde entonces hasta hoy”.

Tras concluir su discurso, una catequista se dirigió al Papa a nombre de todos los presentes, para pedirle que como cabeza de la Iglesia, guíe a todos en el rezo del Padre Nuestro.

Luego el Arzobispo de Atenas ofreció al Papa como regalo una barca, que representa a la Iglesia; mientras que el Santo Padre entregó un rosario y la medalla conmemorativa  de su viaje a los obispos griegos, a los armenios y ortodoxos.

Para concluir, el coro en la Catedral entonó en español la famosa canción “Santa María del Camino”.






Misionera argentina relata que llegó por voluntad de Dios para “dar la vida por Grecia”

POR MERCEDES DE LA TORRE | ACI Prensa


El Papa Francisco escuchó con atención el testimonio de una religiosa argentina misionera que aseguró estar dispuesta “a dar la vida por Grecia” y agradeció su misión en este país del Mediterráneo.

“Gracias, hermana, por su testimonio. Es importante que los religiosos y las religiosas vivan su servicio con este espíritu, con un amor apasionado que se hace don para la comunidad donde son enviados”, indicó el Papa este 4 de diciembre en su discurso pronunciado en la Catedral de San Dionisio en Atenas durante su encuentro con la comunidad católica del país.

El nombre de la religiosa es María Virgen del Prado Bravo. Nació en la provincia de Santiago del Estero en Argentina en una familia católica y es la hija mayor de ocho hermanos.

La misionera relató que recibió el llamado de Dios para ser religiosa a los 14 años después de escuchar el testimonio de otra consagrada “con un pensamiento tan fuerte que no dude de que venía de Dios”.

“Allí pensé que yo también podía hacer lo mismo, dejar todo y consagrarme a Dios para salvar las almas. Estaba segura que esto no se me había ocurrido, sino que venía de Dios y a Dios no le puedo decir que no, entonces eso me dio paz”, señaló.

Luego, la consagrada describió que a los 18 años ingresó al noviciado de la rama femenina de la familia religiosa del Verbo encarnado del instituto servidoras del Señor y de la Virgen de Matará, experiencia que calificó como “los años más felices de mi vida” porque “estaba feliz de poder hacer la voluntad de Dios”.

Después de nueve años, la religiosa fue enviada a Italia para continuar sus estudios de formación y allí recibió el envío para iniciar una comunidad en la isla griega de Tinos en el Santuario de la Virgen de Vrysi.

De este modo, junto a otras dos religiosas, una de Albania y otra de Argentina viajaron a Grecia y se pusieron a disposición para ayudar en los apostolados de la Diócesis.

“No sabíamos el idioma, no hablábamos nada, pero la gente y nosotras estábamos tan contentos que parecía que nos conocíamos de toda la vida”. 

“La primera impresión que tuve fue la hospitalidad de la gente y el deseo de Dios. Recuerdo las primeras preguntas que todavía aun nos la siguen haciendo ¿Por qué Grecia?, ¿Te gusta?, y nuestra respuesta siempre con una sonrisa era: Sí, porque es la voluntad de Dios”, afirmó.

Por último, la misionera argentina comentó al Papa estar dispuesta “a dar la vida por Grecia y trabajar por las almas para la gloria de Dios dando testimonio del Verbo encarnado, encarnándolo en todo lo humano, fin especifico de nuestro instituto, en las obras de misericordia, en los niños, jóvenes y adultos sembrando en ellos los deseos de santidad”.

“Me comprometo a rezar por usted Santo Padre y le pido humildemente su bendición”, concluyó Sor María Virgen del Prado Bravo quien se acercó al Papa para saludarlo y recibir su bendición.

Posteriormente, un padre de familia griego relató al Papa que junto a su esposa ortodoxa formaron en la fe a sus hijos quienes estudiaron en escuelas católicas y recibieron los sacramentos.

Sin embargo, el señor lamentó que sus hijos a los 17 años se alejaron de la fe y tratan las cuestiones religiosas “con indiferencia e ironía” argumentando que creen pero que “los tiempos han cambiado”.

El padre de familia describió el ambiente laboral y social de sus hijos, en donde los cristianos son minoría, y el hecho que “experimentan la unidad con el prójimo, como habían escuchado decir en su casa y escuela”.




Discurso del Papa Francisco a los refugiados del campo de Mitilene en Grecia

Redacción ACI Prensa


En su segundo día de viaje en Grecia, el Papa Francisco visitó este domingo 5 de diciembre a los refugiados acogidos en el Centro de acogida e identificación de Mitilene, en la isla de Lesbos.

A continuación el discurso completo del Papa Francisco.

Queridos hermanos y hermanas:

Gracias por sus palabras. Le agradezco, señora Presidenta, por su presencia y sus palabras. Hermanas, hermanos, estoy nuevamente aquí para encontrarme con ustedes; estoy aquí para decirles que estoy cerca de ustedes; estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos: ojos cargados de miedo y de esperanza, ojos que han visto la violencia y la pobreza, ojos surcados por demasiadas lágrimas. Hace cinco años, el Patriarca Ecuménico y querido hermano Bartolomé dijo en esta isla algo que me impactó: «El que les tiene miedo no los ha mirado a los ojos. El que les tiene miedo no ha visto sus rostros. El que les tiene miedo no ve a sus hijos. Olvida que la dignidad y la libertad trascienden el miedo y la división. Olvida que la migración no es un problema del Oriente Medio y del África septentrional, de Europa y de Grecia. Es un problema del mundo» (Discurso, 16 abril 2016).

Sí, es un problema del mundo, una crisis humanitaria que concierne a todos. La pandemia nos ha afectado globalmente, nos ha hecho sentir a todos en la misma barca, nos ha hecho experimentar lo que significa tener los mismos miedos. Hemos comprendido que las grandes cuestiones se afrontan juntos, porque en el mundo de hoy las soluciones fragmentadas son inadecuadas. Pero mientras se llevan adelante las vacunaciones a nivel planetario y —aun en medio de muchos retrasos e incertezas— algo parece que se está moviendo en la lucha contra el cambio climático, todo parece terriblemente opaco en lo que se refiere a las migraciones. Y, sin embargo, están en juego personas, vidas humanas. Está en juego el futuro de todos, que sólo será sereno si está integrado. El futuro sólo será próspero si se reconcilia con los más débiles. Porque cuando se rechaza a los pobres, se rechaza la paz. Cierres y nacionalismos —nos enseña la historia— llevan a consecuencias desastrosas. En efecto, como ha recordado el Concilio Vaticano II, «es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz» (Const. past. Gaudium et spes, 78). Es una ilusión pensar que basta con salvaguardarnos a nosotros mismos, defendiéndonos de los más débiles que llaman a la puerta. El futuro nos pondrá cada vez más en contacto unos con otros; para orientarlo hacia el bien no sirven acciones unilaterales, sino políticas más amplias. La historia, repito, nos enseña, pero todavía no hemos aprendido. Que no se vuelvan las espaldas a la realidad, que termine el continuo rebote de responsabilidades, que no se delegue siempre a los otros la cuestión migratoria, como si a ninguno le importara y fuese sólo una carga inútil que alguno se ve obligado a soportar.

Hermanas, hermanos, sus rostros, sus ojos nos piden que no miremos a otra parte, que no reneguemos de la humanidad que nos une, que hagamos nuestras sus historias y no olvidemos sus dramas. Elie Wiesel, testigo de la tragedia más grande del siglo pasado, escribió: «Me acerco a los hombres, mis hermanos, porque recuerdo nuestro origen común, porque me niego a olvidar que su futuro es tan importante como el mío» (From the Kingdom of Memory, Reminiscenses, Nueva York, 1990, 10). En este domingo, ruego a Dios que nos despierte del olvido de quien sufre, que nos sacuda del individualismo que excluye, que despierte los corazones sordos a las necesidades del prójimo. Y ruego también al hombre, a cada hombre: superemos la parálisis del miedo, la indiferencia que mata, el cínico desinterés que con guantes de seda condena a muerte a quienes están en los márgenes. Afrontemos desde su raíz al pensamiento dominante, que gira en torno al propio yo, a los propios egoísmos personales y nacionales, que se convierten en medida y criterio de todo.

Han pasado cinco años desde la visita que realicé con los queridos hermanos Bartolomé y Ieronymos. Después de todo este tiempo constatamos que poco ha cambiado sobre la cuestión migratoria. Ciertamente, muchos se han comprometido en la acogida y en la integración, y quisiera agradecer a los numerosos voluntarios y a cuantos, a todo nivel —institucional, social, caritativo, político—, han asumido grandes esfuerzos, haciéndose cargo de las personas y de la cuestión migratoria. Reconozco el compromiso en la financiación y construcción de dignas estructuras de acogida y agradezco de corazón a la población local por todo el bien que ha hecho y los numerosos sacrificios que han aceptado. Pero debemos admitir amargamente que este país, como otros, está atravesando actualmente una situación difícil y que en Europa sigue habiendo personas que persisten en tratar el problema como un asunto que no les incumbe. Y esto es trágico, ¡cuántas condiciones indignas del hombre! ¡Cuántos puntos críticos donde los migrantes y refugiados viven en situaciones límite, sin vislumbrar soluciones en el horizonte! Y, sin embargo, el respeto a las personas y a los derechos humanos —especialmente en el continente que no cesa de promoverlos en el mundo— debería ser salvaguardado siempre, y la dignidad de cada uno debería ser antepuesta a todo. Es triste escuchar que el uso de fondos comunes se propone como solución para construir muros, para construir alambres de púas. Estamos en los tiempos de los muros y los alambres de púas. Ciertamente, los temores y las inseguridades, las dificultades y los peligros son comprensibles. El cansancio y la frustración, agudizados por la crisis económica y pandémica, se perciben, pero no es levantando barreras como se resuelven los problemas y se mejora la convivencia, sino uniendo fuerzas para hacerse cargo de los demás según las posibilidades reales de cada uno y en el respeto de la legalidad, poniendo siempre en primer lugar el valor irrenunciable de la vida de todo hombre. Cito una vez más a Elie Wiesel: «Cuando las vidas humanas están en peligro, cuando la dignidad humana está en peligro, los límites nacionales se vuelven irrelevantes» (Discurso de aceptación del Premio Nobel de la paz, 10 diciembre 1986).

En varias sociedades los conceptos de seguridad y solidaridad, local y universal, tradición y apertura se están oponiendo de modo ideológico. Más que sostener unas ideas, puede ayudar partir de la realidad, detenerse, ampliar la mirada, sumergirse en los problemas de la mayoría de la humanidad, de tantas poblaciones víctimas de emergencias humanitarias que no han provocado sino sólo padecido, a menudo después de largas historias de explotación todavía en curso. Es fácil arrastrar a la opinión pública, fomentando el miedo al otro; ¿por qué, en cambio, con el mismo tono, no se habla de la explotación de los pobres, o de las guerras olvidadas y a menudo generosamente financiadas, o de los acuerdos económicos que se hacen a costa de la gente, o de las maniobras ocultas para traficar armas y hacer que prolifere su comercio? Hay que enfrentar las causas remotas, no a las pobres personas que pagan las consecuencias de ello, siendo además usadas como propaganda política. Para remover las causas profundas no se puede sólo resolver las emergencias. Se necesitan acciones concertadas. Es necesario acercarse a los cambios históricos con amplitud de miras. Porque no hay respuestas fáciles para problemas complejos; existe más bien la necesidad de acompañar los procesos desde dentro, para superar los guetos y favorecer una lenta e indispensable integración, para acoger las culturas y las tradiciones de los otros de una manera fraterna y responsable.

Sobre todo, si queremos recomenzar, miremos el rostro de los niños. Hallemos la valentía de avergonzarnos ante ellos, que son inocentes y son el futuro. Interpelan nuestras conciencias y nos preguntan: “¿Qué mundo nos quieren dar?”. No escapemos rápidamente de las crudas imágenes de sus pequeños cuerpos sin vida en las playas. El Mediterráneo, que durante milenios ha unido pueblos diversos y tierras distantes, se está convirtiendo en un frío cementerio sin lápidas. Esta gran cuenca de agua, cuna de tantas civilizaciones, ahora parece un espejo de muerte. ¡No dejemos que el mare nostrum se convierta en un desolador mare mortuum, ni que este lugar de encuentro se vuelva un escenario de conflictos! No permitamos que este “mar de los recuerdos” se transforme en el “mar del olvido”. Les suplico: ¡detengamos este naufragio de civilización!

Dios se hizo hombre en las orillas de este mar. Su Palabra ha resonado llevando consigo el anuncio de Dios, que es «Padre y guía de los hombres» (S. GREGORIO NACIANCENO, Sermón 7, en honor de su hermano Cesario, 24). Él nos ama como hijos y quiere que seamos hermanos. Y, en cambio, ofendemos a Dios, despreciando al hombre creado a su imagen, dejándolo a merced de las olas, en la marea de la indiferencia, a veces justificada incluso en nombre de presuntos valores cristianos. La fe nos pide compasión y misericordia, exhorta a la hospitalidad, a aquella filoxenia que impregnó la cultura clásica, encontrando luego en Jesús su propia manifestación definitiva, especialmente en la parábola del Buen Samaritano (cf. Lc 10,29-37) y en las palabras del capítulo 25 del Evangelio de Mateo (cf. vv. 31-46). No es ideología religiosa, son raíces cristianas concretas. Jesús afirma solemnemente que está allí, en el forastero, en el refugiado, en el que está desnudo y hambriento; y el programa cristiano es estar donde está Jesús. Sí, porque el programa cristiano, escribió el Papa Benedicto, «es un corazón que ve» (Carta enc. Deus caritas est, 31).

Y no quisiera terminar este mensaje sin agradecer al pueblo griego por la acogida, que tantas veces se convierte en un problema porque muchas veces no se encuentra un camino de salida para las personas, para que puedan ir adelante. Gracias hermanas y hermanos griegos por esta acogida.

Ahora pidamos a la Virgen María que nos abra los ojos ante los sufrimientos de los hermanos. Ella se puso en camino rápidamente al encuentro de su prima Isabel, que estaba encinta. ¡Cuántas madres embarazadas encontraron la muerte rápidamente, estando de viaje, mientras llevaban la vida en su vientre! Que la Madre de Dios nos ayude a tener una mirada materna, que ve en los hombres hijos de Dios, hermanas y hermanos que acoger, proteger, promover e integrar; y a amar con ternura. Que María Santísima nos enseñe a anteponer la realidad del hombre a las ideas e ideologías, y a dar pasos ágiles al encuentro del que sufre.




El Papa en Lesbos: Ruego a Dios para que nos despierte del olvido de quien sufre

POR MERCEDES DE LA TORRE | ACI Prensa

 Foto: Vatican Media



El Papa Francisco viajó este 5 de diciembre a la isla griega de Lesbos para visitar un centro de acogida donde viven miles de refugiados, y rezó para que el Señor “nos sacuda del individualismo”, porque “la fe nos pide compasión y misericordia” con el que sufre.

“En este domingo, ruego a Dios que nos despierte del olvido de quien sufre, que nos sacuda del individualismo que excluye, que despierte los corazones sordos a las necesidades del prójimo. Y ruego también al hombre, a cada hombre: superemos la parálisis del miedo, la indiferencia que mata, el cínico desinterés que con guantes de seda condena a muerte a quienes están en los márgenes. Afrontemos desde su raíz al pensamiento dominante, que gira en torno al propio yo, a los propios egoísmos personales y nacionales, que se convierten en medida y criterio de todo”, destacó el Santo Padre.

Esta histórica visita del Papa inició por la mañana cuando viajó en avión de Atenas al aeropuerto de Mitilene, en la isla de Lesbos. Luego se dirigió en coche al Centro de acogida e identificación de Mitilene, bajó del vehículo y caminó durante 20 minutos para saludar a numerosos refugiados, muchos de ellos, mujeres y niños.

Después el Santo Padre fue trasladado a una amplia tienda con vista al mar y a los numerosos contenedores en donde viven las más de dos mil personas que esperan recibir algún tipo de documento migratorio que les permita vivir en un país europeo.

Tras escuchar las palabras de la presidenta de Grecia, el saludo del Obispo local, los testimonios de un refugiado y de un voluntario, y las canciones entonadas por un coro formado principalmente por personas africanas, el Santo Padre pronunció su discurso.

“Hermanas, hermanos, estoy nuevamente aquí para encontrarme con ustedes; estoy aquí para decirles que estoy cerca de ustedes; para decirlo con el corazón, estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos: ojos cargados de miedo y de esperanza, ojos que han visto la violencia y la pobreza, ojos surcados por demasiadas lágrimas”, dijo el Papa.

El Santo Padre recordó su visita a Lesbos el 16 de abril de 2016 al entonces campo de refugiados de Moira -destruido por un incendio en septiembre de 2020- y las palabras que el Patriarca Ecuménico Bartolomé pronunció en 2016: “La migración no es un problema del Oriente Medio y del África septentrional, de Europa y de Grecia. Es un problema del mundo”, y el Papa añadió “sí, es un problema del mundo, una crisis humanitaria que concierne a todos”.

Además, el Papa recordó que “la pandemia nos ha afectado globalmente, nos ha hecho sentir a todos en la misma barca, nos ha hecho experimentar lo que significa tener los mismos miedos. Hemos comprendido que las grandes cuestiones se afrontan juntos, porque en el mundo de hoy las soluciones fragmentadas son inadecuadas”.

Sin embargo, el Santo Padre lamentó que “mientras se llevan adelante las vacunaciones a nivel planetario y -aun en medio de muchos retrasos e incertezas- … todo parece terriblemente opaco en lo que se refiere a las migraciones”.

“Están en juego personas, vidas humanas. Está en juego el futuro de todos, que sólo será sereno si está integrado. El futuro sólo será próspero si se reconcilia con los más débiles. Porque cuando se rechaza a los pobres, se rechaza la paz”.

En esta línea, el Papa señaló que los “cierres y nacionalismos -nos enseña la historia- llevan a consecuencias desastrosas” y citó la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II que indicó que “es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz”.

A pesar de eso, el Pontífice lamentó que “debemos admitir amargamente que este país, como otros, está atravesando actualmente una situación difícil y que en Europa sigue habiendo personas que persisten en tratar el problema como un asunto que no les incumbe. Esto es trágico”.

“Es triste escuchar que el uso de fondos comunes se propone como solución para construir muros. Ciertamente, los temores y las inseguridades, las dificultades y los peligros son comprensibles. El cansancio y la frustración, agudizados por la crisis económica y pandémica, se perciben, pero no es levantando barreras como se resuelven los problemas y se mejora la convivencia, sino uniendo fuerzas para hacerse cargo de los demás según las posibilidades reales de cada uno y en el respeto de la legalidad, poniendo siempre en primer lugar el valor irrenunciable de la vida de todo hombre, de toda mujer, de cada persona”.

De este modo, el Papa señaló que “sobre todo, si queremos recomenzar, miremos el rostro de los niños. Hallemos la valentía de avergonzarnos ante ellos, que son inocentes y son el futuro. Interpelan nuestras conciencias y nos preguntan: ‘¿Qué mundo nos quieren dar?’. No escapemos rápidamente de las crudas imágenes de sus pequeños cuerpos sin vida en las playas”.

“¡No dejemos que el mare nostrum se convierta en un desolador mare mortuum, ni que este lugar de encuentro se vuelva un escenario de conflictos! No permitamos que este ‘mar de los recuerdos’ se transforme en el ‘mar del olvido’. Les suplico: ¡detengamos este naufragio de civilización!”, advirtió el Santo Padre.

Finalmente, el Papa invitó “pidamos a la Virgen María que nos abra los ojos ante los sufrimientos de los hermanos. Ella se puso en camino rápidamente al encuentro de su prima Isabel, que estaba encinta. ¡Cuántas madres embarazadas encontraron la muerte rápidamente, estando de viaje, mientras llevaban la vida en su vientre!

“Que la Madre de Dios nos ayude a tener una mirada materna, que ve en los hombres hijos de Dios, hermanas y hermanos que acoger, proteger, promover e integrar; y a amar con ternura. Que María Santísima nos enseñe a anteponer la realidad del hombre a las ideas e ideologías, la realidad antes de las ideas y las ideologías, y a dar pasos ágiles al encuentro del que sufre”, exhortó el Papa antes de dirigir el rezo del Ángelus.

Al concluir, algunos niños se acercaron y el Papa los bendijo.

Después, el Santo Padre se trasladó en coche a otra zona del campo, se volvió a bajar del coche y caminando recorrió algunas habitaciones, mientras que saludó y bendijo a numerosas familias.























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