martes, 14 de abril de 2020

EL PAPA FRANCISCO PIDE UNIDAD Y COMUNIÓN PARA HACER FRENTE AL CORONAVIRUS


El Papa pide unidad y comunión para hacer frente al coronavirus
Redacción ACI Prensa
Foto: Vatican Media



En la Misa celebrada este martes 14 de abril en la Casa Santa Marta, el Papa Francisco pidió unidad para hacer frente a la crisis del coronavirus COVID 19.


“Recemos para que el Señor nos dé la gracia de la unidad entre nosotros. Que las dificultades de este tiempo nos hagan descubrir la comunión entre nosotros, la unidad que siempre es superior a cualquier división”, pidió el Pontífice antes de dar comienzo a la celebración.

No es la primera vez que el Santo Padre hace un llamado a la unidad para hacer frente a esta pandemia. Ayer, lunes 13 de abril, también durante la Misa celebrada en Casa Santa Marta pidió rezar por los gobernantes, los científicos y los políticos “para que encuentren el camino justo, siempre a favor de la gente, siempre a favor de los pueblos”.

EL PAPA FRANCISCO INVITA A LA CONVERSIÓN Y A ABANDONAR LAS IDOLATRÍAS DEL CORAZÓN


El Papa invita a la conversión y a abandonar las idolatrías del corazón
Redacción ACI Prensa
 Foto: Vatican Media



El Papa Francisco invitó al Pueblo de Dios este martes 14 de abril, en la Misa celebrada en Casa Santa Marta, a ser fieles al Señor, a convertirse, cambiar de vida y abandonar las idolatrías que con frecuencia se alojan en el corazón.

El Pontífice comentó en su homilía el fragmento del Libro de los Hechos de los Apóstoles en que San Pedro anuncia al pueblo de Israel que Jesús, “aquel al que habéis crucificado”, ha resucitado.

“Al oír decir esto sintieron que se les atravesaba el corazón. Y dicen a Pedro y a los otros apóstoles: ‘¿Qué debemos hacer?’. Y Pedro es claro: ‘Convertíos’. Convertíos. Cambiad de vida. Vosotros que habéis recibido la promesa de Dios, y vosotros que os habéis alejado de la Ley de Dios, entre tantas cosas vuestras, entre ídolos…, tantas cosas. Convertíos. Volved a la fidelidad”.

El Pontífice explicó que convertirse consiste en “volver a ser fiel”. “La fidelidad. Esa actitud humana que no es muy común en la vida de la gente. En nuestra vida. Siempre hay ilusiones que llaman la atención y muchas veces nosotros querríamos ir detrás de estas ilusiones. La fidelidad en los buenos y en los malos tiempos”.

Señaló que “hay un fragmento en el Segundo Libro de las Crónicas que a mí me golpea mucho, en el capítulo 12, al inicio. ‘Cuando el Reino se consolidó, el Rey Roboam se sintió seguro y se alejó de la Ley del Señor, y todo Israel lo siguió’. Así dice la Biblia, es un hecho histórico, pero es un hecho universal”.

“Muchas veces, cuando nos sentimos seguros, comenzamos a hacer nuestros proyectos y nos alejamos, lentamente, del Señor. No permanecemos en la fidelidad. Y mi seguridad no es la que me da el Señor. Es un ídolo. Eso es lo que le pasó a Roboam y al pueblo de Israel. Se sentía seguro, con el reino consolidado, se alejó de la Ley y comenzó a dar culto a los ídolos”.

Una actitud que puede tener un cristiano ante la idolatría, señaló el Papa, es decir: “No, Padre, yo no me arrodillo ante los ídolos”. “No, quizás no te arrodillas, pero que tú lo buscas y que muchas veces en tu corazón adoras los ídolos, es cierto. Muchas veces. La seguridad propia abre la puerta a los ídolos”.

Sin embargo, “¿es mala la seguridad?”, se preguntó Francisco. “No”, no es mala. Por el contrario, “es una gracia”. Es una gracia “estar seguro, pero también que esté seguro el Señor conmigo. Pero cuando tenemos seguridad y me sitúo en el centro, me alejo del Señor, como el rey Roboam, me vuelvo infiel”.

“Es muy difícil conservar la fidelidad. Toda la historia de Israel, y después toda la historia de la Iglesia, está llena de infidelidad. Llena. Llena de egoísmo, de seguridades propias que hacen que el pueblo de Dios se aleje del Señor, que pierda esa fidelidad, la gracia de la fidelidad”.

“Y también entre nosotros, entre personas, la fidelidad no es una virtud valorada, ciertamente. Uno no es fiel del otro… ‘Convertíos, volved a la fidelidad del Señor’”, concluyó el Papa Francisco.

Evangelio comentado por el Papa Francisco:

Hechos 2:36-41

36 «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado.»

37 Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?»

38 Pedro les contestó: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo;

39 pues la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro.»

40 Con otras muchas palabras les conjuraba y les exhortaba: «Salvaos de esta generación perversa.»

41 Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas 3.000 almas.

domingo, 12 de abril de 2020

MENSAJE URBI ET ORBI 2020 DEL PAPA FRANCISCO EN DOMINGO DE RESURRECCIÓN


Mensaje Urbi et Orbi 2020 del Papa Francisco en Domingo de Resurrección
Redacción ACI Prensa
 Foto: Vatican Media




El Papa Francisco se dirigió a los fieles de la ciudad de Roma y del mundo con el mensaje pascual previo a la Bendición “Urbi et Orbi” que este Domingo de Pascua 12 de abril impartió desde el interior de la Basílica Vaticana.

En su mensaje, el Santo Padre señaló que “hoy pienso sobre todo en los que han sido afectados directamente por el coronavirus: los enfermos, los que han fallecido y las familias que lloran por la muerte de sus seres queridos, y que en algunos casos ni siquiera han podido darles el último adiós”.

El Papa pidió que Cristo resucitado “ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto el fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo. No es este el momento para seguir fabricando y vendiendo armas, gastando elevadas sumas de dinero que podrían usarse para cuidar personas y salvar vidas”.

A continuación, el Mensaje Pascual del Papa Francisco:

Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua!

Hoy resuena en todo el mundo el anuncio de la Iglesia: “¡Jesucristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!”.

Esta Buena Noticia se ha encendido como una llama nueva en la noche, en la noche de un mundo que enfrentaba ya desafíos cruciales y que ahora se encuentra abrumado por la pandemia, que somete a nuestra gran familia humana a una dura prueba. En esta noche resuena la voz de la Iglesia: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!» (Secuencia pascual).

Es otro “contagio”, que se transmite de corazón a corazón, porque todo corazón humano espera esta Buena Noticia. Es el contagio de la esperanza: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!». No se trata de una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas. No, no es eso la resurrección de Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no “pasa por encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios.


El Resucitado no es otro que el Crucificado. Lleva en su cuerpo glorioso las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de esperanza. A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada.

Hoy pienso sobre todo en los que han sido afectados directamente por el coronavirus: los enfermos, los que han fallecido y las familias que lloran por la muerte de sus seres queridos, y que en algunos casos ni siquiera han podido darles el último adiós. Que el Señor de la vida acoja consigo en su reino a los difuntos, y dé consuelo y esperanza a quienes aún están atravesando la prueba, especialmente a los ancianos y a las personas que están solas.

Que conceda su consolación y las gracias necesarias a quienes se encuentran en condiciones de particular vulnerabilidad, como también a quienes trabajan en los centros de salud, o viven en los cuarteles y en las cárceles. Para muchos es una Pascua de soledad, vivida en medio de los numerosos lutos y dificultades que está provocando la pandemia, desde los sufrimientos físicos hasta los problemas económicos.

Esta enfermedad no sólo nos está privando de los afectos, sino también de la posibilidad de recurrir en persona al consuelo que brota de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la Reconciliación. En muchos países no ha sido posible acercarse a ellos, pero el Señor no nos dejó solos. Permaneciendo unidos en la oración, estamos seguros de que Él nos cubre con su mano (cf. Sal 138,5), repitiéndonos con fuerza: No temas, «he resucitado y aún estoy contigo» (Antífona de ingreso de la Misa del día de Pascua, Misal Romano).

Que Jesús, nuestra Pascua, conceda fortaleza y esperanza a los médicos y a los enfermeros, que en todas partes ofrecen un testimonio de cuidado y amor al prójimo hasta la extenuación de sus fuerzas y, no pocas veces, hasta el sacrificio de su propia salud. A ellos, como también a quienes trabajan asiduamente para garantizar los servicios esenciales necesarios para la convivencia civil, a las fuerzas del orden y a los militares, que en muchos países han contribuido a mitigar las dificultades y sufrimientos de la población, se dirige nuestro recuerdo afectuoso y nuestra gratitud.

En estas semanas, la vida de millones de personas cambió repentinamente. Para muchos, permanecer en casa ha sido una ocasión para reflexionar, para detener el frenético ritmo de vida, para estar con los seres queridos y disfrutar de su compañía. Pero también es para muchos un tiempo de preocupación por el futuro que se presenta incierto, por el trabajo que corre el riesgo de perderse y por las demás consecuencias que la crisis actual trae consigo.

Animo a quienes tienen responsabilidades políticas a trabajar activamente en favor del bien común de los ciudadanos, proporcionando los medios e instrumentos necesarios para permitir que todos puedan tener una vida digna y favorecer, cuando las circunstancias lo permitan, la reanudación de las habituales actividades cotidianas.

Este no es el tiempo de la indiferencia, porque el mundo entero está sufriendo y tiene que estar unido para afrontar la pandemia. Que Jesús resucitado conceda esperanza a todos los pobres, a quienes viven en las periferias, a los prófugos y a los que no tienen un hogar. Que estos hermanos y hermanas más débiles, que habitan en las ciudades y periferias de cada rincón del mundo, no se sientan solos.

Procuremos que no les falten los bienes de primera necesidad, más difíciles de conseguir ahora cuando muchos negocios están cerrados, como tampoco los medicamentos y, sobre todo, la posibilidad de una adecuada asistencia sanitaria.

Considerando las circunstancias, se relajen además las sanciones internacionales de los países afectados, que les impiden ofrecer a los propios ciudadanos una ayuda adecuada, y se afronten —por parte de todos los Países— las grandes necesidades del momento, reduciendo, o incluso condonando, la deuda que pesa en los presupuestos de aquellos más pobres.

Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas. Entre las numerosas zonas afectadas por el coronavirus, pienso especialmente en Europa. Después de la Segunda Guerra Mundial, este amado continente pudo resurgir gracias a un auténtico espíritu de solidaridad que le permitió superar las rivalidades del pasado.

Es muy urgente, sobre todo en las circunstancias actuales, que esas rivalidades no recobren fuerza, sino que todos se reconozcan parte de una única familia y se sostengan mutuamente. Hoy, la Unión Europea se encuentra frente a un desafío histórico, del que dependerá no sólo su futuro, sino el del mundo entero. Que no pierda la ocasión para demostrar, una vez más, la solidaridad, incluso recurriendo a soluciones innovadoras.

Es la única alternativa al egoísmo de los intereses particulares y a la tentación de volver al pasado, con el riesgo de poner a dura prueba la convivencia pacífica y el desarrollo de las próximas generaciones.

Este no es tiempo de la división. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto el fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo. No es este el momento para seguir fabricando y vendiendo armas, gastando elevadas sumas de dinero que podrían usarse para cuidar personas y salvar vidas.

Que sea en cambio el tiempo para poner fin a la larga guerra que ha ensangrentado a Siria, al conflicto en Yemen y a las tensiones en Irak, como también en el Líbano. Que este sea el tiempo en el que los israelíes y los palestinos reanuden el diálogo, y que encuentren una solución estable y duradera que les permita a ambos vivir en paz. Que acaben los sufrimientos de la población que vive en las regiones orientales de Ucrania. Que se terminen los ataques terroristas perpetrados contra tantas personas inocentes en varios países de África.

Este no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas. Que el Señor de la vida se muestre cercano a las poblaciones de Asia y África que están atravesando graves crisis humanitarias, como en la Región de Cabo Delgado, en el norte de Mozambique.

Que reconforte el corazón de tantas personas refugiadas y desplazadas a causa de guerras, sequías y carestías. Que proteja a los numerosos migrantes y refugiados —muchos de ellos son niños—, que viven en condiciones insoportables, especialmente en Libia y en la frontera entre Grecia y Turquía. No quiero olvidar la isla de Lesbos. Que permita alcanzar soluciones prácticas e inmediatas en Venezuela, orientadas a facilitar la ayuda internacional a la población que sufre a causa de la grave coyuntura política, socioeconómica y sanitaria.

Queridos hermanos y hermanas:

Las palabras que realmente queremos escuchar en este tiempo no son indiferencia, egoísmo, división y olvido. ¡Queremos suprimirlas para siempre! Esas palabras pareciera que prevalecen cuando en nosotros triunfa el miedo y la muerte; es decir, cuando no dejamos que sea el Señor Jesús quien triunfe en nuestro corazón y en nuestra vida. Que Él, que ya venció la muerte abriéndonos el camino de la salvación eterna, disipe las tinieblas de nuestra pobre humanidad y nos introduzca en su día glorioso que no conoce ocaso.

Con estas reflexiones, quisiera desearos a todos una feliz Pascua.

EL PAPA FRANCISCO EN VIGILIA PASCUAL: ÁNIMO, CON DIOS NADA ESTÁ PERDIDO


El Papa Francisco en Vigilia Pascual: 
“Ánimo, con Dios nada está perdido"




La noche del Sábado Santo, el Papa Francisco ha celebrado la Vigilia Pascual. Con esta fiesta litúrgica se rompe el silencio, el luto por la muerte de Jesús y se anuncia nuevamente el triunfo de la vida y de que la muerte no tiene la última palabra.
Manuel Cubías - Ciudad del Vaticano

La Vigilia Pascual es una celebración llena de símbolos. La luz, la Palabra de Dios, el agua, la renovación de las promesas bautismales y la recitación y aceptación de los rasgos fundamentales del Dios en quien creemos.

La hora más oscura
El Papa Francisco en su homilía se ha referido a la lectura del evangelio (Mt, 28,1-10) y refiriéndose a los primeros personajes que aparecen en el relato afirma: “Nos vemos reflejados en los sentimientos de las mujeres durante aquel día”. Y continúa: “Vieron la muerte y tenían la muerte en el corazón. Al dolor se unía el miedo, ¿tendrían también ellas el mismo fin que el Maestro?” (…) “La memoria herida, la esperanza sofocada. Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura”.

Ante esta escena, el Papa afirma con fuerza: “las mujeres no se quedaron paralizadas”. Por esta razón, “No renunciaron al amor: la misericordia iluminó la oscuridad del corazón”. Por eso, María “rezaba y esperaba”; las otras mujeres se preparaban para ir al sepulcro al día siguiente:” esas mujeres preparaban en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del «primer día de la semana», día que cambiaría la historia”.

El anuncio pascual: ante una tumba escucharon palabras de vida
En ese contexto, ante el sepulcro, dice el Papa: “encontraron a Jesús, el autor de la esperanza, que confirmó el anuncio y les dijo: «No teman» (v. 10). No teman, no tengan miedo: He aquí el anuncio de la esperanza. Que es también para nosotros, hoy. Son las palabras que Dios nos repite en la noche que estamos atravesando”; y prosigue: “En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios”.

Las esperanzas superficiales se evaporan con el pasar de los días, por eso el Papa afirma: “La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba la vida. El sepulcro es el lugar donde quien entra no sale. Pero Jesús salió por nosotros, resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte, para comenzar una nueva historia que había sido clausurada, tapándola con una piedra”.

No depositemos la esperanza bajo una piedra
Francisco nos invita a no ceder a la resignación, a creer que todo está perdido: “no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos”; y reafirma con fuerza: “La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. Ánimo, con Dios nada está perdido”.

Si eres débil y caes, Dios te dice: ánimo
Francisco recordando el texto de Marcos, 10,49, afirma que tampoco son nuestras flaquezas las que tienen la última palabra: “Si en el camino eres débil y frágil, si caes, no temas, Dios te tiende la mano y te dice: «Ánimo” y nos invita a decirle a Jesús, para superar nuestros miedos: “Ven, Jesús, en medio de mis miedos, y dime también: Ánimo”. Contigo, Señor, seremos probados, pero no turbados” (…) “porque Tú estás con nosotros en la oscuridad de nuestras noches, eres certeza en nuestras incertidumbres, Palabra en nuestros silencios, y nada podrá nunca robarnos el amor que nos tienes”.

La segunda parte del anuncio pascual: el envío
El obispo de Roma cita Mt 28,10: “Comuniquen a mis hermanos que vayan a Galilea» y nos recuerda: “Es hermoso saber que camina delante de nosotros, que visitó nuestra vida y nuestra muerte para precedernos en Galilea; es decir, el lugar que para Él y para sus discípulos evocaba la vida cotidiana, la familia, el trabajo. Jesús desea que llevemos la esperanza allí, a la vida de cada día”.

Ir a Galilea, afirma el Papa es ir a donde todo comenzó, es el lugar de los recuerdos, el lugar de la llamada: “Volver a Galilea es acordarnos de que hemos sido amados y llamados por Dios. Necesitamos retomar el camino, recordando que nacemos y renacemos de una llamada de amor gratuita. Este es el punto de partida siempre, sobre todo en las crisis y en los tiempos de prueba" (...) "Cada uno tenemos nuestra propia Galilea".

Pero también, insiste el Papa, Galilea es el sitio más alejado de Jerusalén, sitio donde conviven otras creencias, la «Galilea de los gentiles» (Mt 4,15). Y nos dice: “¿Qué nos dice esto? Que el anuncio de la esperanza no se tiene que confinar en nuestros recintos sagrados, sino que hay que llevarlo a todos. Porque todos necesitan ser reconfortados” y prosigue: “Qué hermoso es ser cristianos que consuelan, que llevan las cargas de los demás, que animan, que son mensajeros de vida en tiempos de muerte. Llevemos el canto de la vida a cada Galilea, a cada región de esa humanidad a la que pertenecemos”.

Acallar los gritos de muerte
Francisco insiste en que un servicio grande que todos los cristianos podemos hacer por la humanidad y enumera cuatro acciones a emprender: “Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario”.

El Papa finalizó la homilía volviendo a los personajes con que comienza el relato evangélico de Mateo: las mujeres, “Abrazaron los pies que pisaron la muerte y abrieron el camino de la esperanza. Nosotros, peregrinos en busca de esperanza, hoy nos aferramos a Ti, Jesús Resucitado. Le damos la espalda a la muerte y te abrimos el corazón a Ti, que eres la Vida”.



FOTOS Y HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA VIGILIA PASCUAL 2020


















"Es el día del Triduo pascual que más descuidamos, ansiosos por pasar de la cruz del viernes al aleluya del domingo. Sin embargo, este año percibimos más que nunca el sábado santo, el día del gran silencio".

Homilía del Papa Francisco en esta Vigilia Pascual

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Pascua 2020: Homilía del Papa Francisco en la Vigilia Pascual
Redacción ACI Prensa





Este sábado 11 de abril el Papa Francisco celebró la Vigilia Pascual en la Noche Santa desde la Basílica de San Pedro con pocos asistentes, debido a las medidas dictadas para evitar el contagio del coronavirus.

Acompañaron al Santo Padre algunos laicos y miembros de la curia.

A continuación la transcripción de la homilía que el Papa pronuncia durante la Vigilia Pascual, después de la proclamación del Santo Evangelio:

«Pasado el sábado» (Mt 28,1) las mujeres fueron al sepulcro. Así comenzaba el evangelio de esta Vigilia santa, con el sábado. Es el día del Triduo pascual que más descuidamos, ansiosos por pasar de la cruz del viernes al aleluya del domingo. Sin embargo, este año percibimos más que nunca el sábado santo, el día del gran silencio. Nos vemos reflejados en los sentimientos de las mujeres durante aquel día. Como nosotros, tenían en los ojos el drama del sufrimiento, de una tragedia inesperada que se les vino encima demasiado rápido. Vieron la muerte y tenían la muerte en el corazón. Al dolor se unía el miedo, ¿tendrían también ellas el mismo fin que el Maestro? Y después, la inquietud por el futuro, quedaba todo por reconstruir. La memoria herida, la esperanza sofocada. Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura. 


Pero en esta situación las mujeres no se quedaron paralizadas, no cedieron a las fuerzas oscuras de la lamentación y del remordimiento, no se encerraron en el pesimismo, no huyeron de la realidad. Realizaron algo sencillo y extraordinario: prepararon en sus casas los perfumes para el cuerpo de Jesús. No renunciaron al amor: la misericordia iluminó la oscuridad del corazón. La Virgen, en el sábado, día que le sería dedicado, rezaba y esperaba. En el desafío del dolor, confiaba en el Señor. Sin saberlo, esas mujeres preparaban en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del «primer día de la semana», día que cambiaría la historia. Jesús, como semilla en la tierra, estaba por hacer germinar en el mundo una vida nueva; y las mujeres, con la oración y el amor, ayudaban a que floreciera la esperanza. Cuántas personas, en los días tristes que vivimos, han hecho y hacen como aquellas mujeres: esparcen semillas de esperanza. Con pequeños gestos de atención, de afecto, de oración. 

Al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro. Allí, el ángel les dijo: «Vosotras, no temáis […]. No está aquí: ¡ha resucitado!» (vv. 5-6). Ante una tumba escucharon palabras de vida… Y después encontraron a Jesús, el autor de la esperanza, que confirmó el anuncio y les dijo: «No temáis» (v. 10). No temáis, no tengáis miedo: He aquí el anuncio de la esperanza. Que es también para nosotros, hoy. Son las palabras que Dios nos repite en la noche que estamos atravesando. 

En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios. No es un mero optimismo, no es una palmadita en la espalda o unas palabras de ánimo de circunstancia. Es un don del Cielo, que no podíamos alcanzar por nosotros mismos: Todo irá bien, decimos constantemente estas semanas, aferrándonos a la belleza de nuestra humanidad y haciendo salir del corazón palabras de ánimo. Pero, con el pasar de los días y el crecer de los temores, hasta la esperanza más intrépida puede evaporarse. La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba la vida.  

El sepulcro es el lugar donde quien entra no sale. Pero Jesús salió por nosotros, resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte, para comenzar una nueva historia que había sido clausurada, tapándola con una piedra. Él, que quitó la roca de la entrada de la tumba, puede remover las piedras que sellan el corazón. Por eso, no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación: en el dolor, en la angustia y en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad del sepulcro, y hoy quiere llegar a los rincones más oscuros de la vida. Hermana, hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la esperanza, no te rindas: Dios es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. Ánimo, con Dios nada está perdido.  

Ánimo: es una palabra que, en el Evangelio, está siempre en labios de Jesús. Una sola vez la pronuncian otros, para decir a un necesitado: «Ánimo, levántate, que [Jesús] te llama» (Mc 10,49). Es Él, el Resucitado, el que nos levanta a nosotros que estamos necesitados. Si en el camino eres débil y frágil, si caes, no temas, Dios te tiende la mano y te dice: «Ánimo”. Pero tú podrías decir, como don Abundio: «El valor no se lo puede otorgar uno mismo» (A. MANZONI, Los Novios (I Promessi Sposi), XXV). No te lo puedes dar, pero lo puedes recibir como don. Basta abrir el corazón en la oración, basta levantar un poco esa piedra puesta en la entrada de tu corazón para dejar entrar la luz de Jesús. Basta invitarlo: “Ven, Jesús, en medio de mis miedos, y dime también: Ánimo”. Contigo, Señor, seremos probados, pero no turbados. Y, a pesar de la tristeza que podamos albergar, sentiremos que debemos esperar, porque contigo la cruz florece en resurrección, porque Tú estás con nosotros en la oscuridad de nuestras noches, eres certeza en nuestras incertidumbres, Palabra en nuestros silencios, y nada podrá nunca robarnos el amor que nos tienes.  

Este es el anuncio pascual; un anuncio de esperanza que tiene una segunda parte: el envío. «Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea» (Mt 28,10), dice Jesús. «Va por delante de vosotros a Galilea» (v. 7), dice el ángel. El Señor nos precede. Es hermoso saber que camina delante de nosotros, que visitó nuestra vida y nuestra muerte para precedernos en Galilea; es decir, el lugar que para Él y para sus discípulos evocaba la vida cotidiana, la familia, el trabajo. Jesús desea que llevemos la esperanza allí, a la vida de cada día. Pero para los discípulos, Galilea era también el lugar de los recuerdos, sobre todo de la primera llamada. Volver a Galilea es acordarnos de que hemos sido amados y llamados por Dios. Necesitamos retomar el camino, recordando que nacemos y renacemos de una llamada de amor gratuita. Este es el punto de partida siempre, sobre todo en las crisis y en los tiempos de prueba. 

Pero hay más. Galilea era la región más alejada de Jerusalén, el lugar donde se encontraban en ese momento. Y no sólo geográficamente: Galilea era el sitio más distante de la sacralidad de la Ciudad santa. Era una zona poblada por gentes distintas que practicaban varios cultos, era la «Galilea de los gentiles» (Mt 4,15). Jesús los envió allí, les pidió que comenzaran de nuevo desde allí. ¿Qué nos dice esto? Que el anuncio de la esperanza no se tiene que confinar en nuestros recintos sagrados, sino que hay que llevarlo a todos. Porque todos necesitan ser reconfortados y, si no lo hacemos nosotros, que hemos palpado con nuestras manos «el Verbo de la vida» (1 Jn 1,1), ¿quién lo hará? Qué hermoso es ser cristianos que consuelan, que llevan las cargas de los demás, que animan, que son mensajeros de vida en tiempos de muerte. Llevemos el canto de la vida a cada Galilea, a cada región de esa humanidad a la que pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos y hermanas. Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario.

Al final, las mujeres «abrazaron los pies» de Jesús (Mt 28,9), aquellos pies que habían hecho un largo camino para venir a nuestro encuentro, incluso entrando y saliendo del sepulcro. Abrazaron los pies que pisaron la muerte y abrieron el camino de la esperanza. Nosotros, peregrinos en busca de esperanza, hoy nos aferramos a Ti, Jesús Resucitado. Le damos la espalda a la muerte y te abrimos el corazón a Ti, que eres la Vida

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El Papa en Vigilia Pascual: Hoy conquistamos el derecho a la esperanza, que viene de Dios
Redacción ACI Prensa
 Crédito: Vatican Media



En la celebración de la Vigilia Pascual desde la Basílica de San Pedro, el Papa Francisco centró su reflexión en el “derecho fundamental” que se conquista este Sábado Santo y que no puede ser arrebatado: El derecho a la esperanza que proviene de Dios.  

 “En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios. No es un mero optimismo, no es una palmadita en la espalda o unas palabras de ánimo de circunstancia”, dijo el Papa Francisco en la homilía de este sábado 11 de abril.

El Santo Padre recordó que esta esperanza “es un don del Cielo, que no podíamos alcanzar por nosotros mismos”.

“Todo irá bien, decimos constantemente estas semanas, aferrándonos a la belleza de nuestra humanidad y haciendo salir del corazón palabras de ánimo. Pero, con el pasar de los días y el crecer de los temores, hasta la esperanza más intrépida puede evaporarse. La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba la vida”, dijo.  


En ese contexto, destacó que aunque el sepulcro es un lugar de donde no se puede salir, “Jesús salió por nosotros, resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte” y para “remover las piedras que sellan el corazón”

“Por eso, no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación: en el dolor, en la angustia y en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad del sepulcro, y hoy quiere llegar a los rincones más oscuros de la vida. Hermana, hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la esperanza, no te rindas: Dios es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. Ánimo, con Dios nada está perdido”, fueron las palabras de apoyo del Santo Padre ante la difícil situación que vive el mundo.

“Si en el camino eres débil y frágil, si caes, no temas, Dios te tiende la mano y te dice: ‘Ánimo’. (…) Basta abrir el corazón en la oración, basta levantar un poco esa piedra puesta en la entrada de tu corazón para dejar entrar la luz de Jesús”, acotó.

El Papa Francisco dijo que este es el anuncio pascual que, sin embargo, tiene una segunda parte: “el envío”, porque “el anuncio de la esperanza no se tiene que confinar en nuestros recintos sagrados, sino que hay que llevarlo a todos, porque todos necesitan ser reconfortados”.

“Llevemos el canto de la vida a cada Galilea, a cada región de esa humanidad a la que pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos y hermanas. Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario”, fue el pedido el Santo Padre.

“Nosotros, peregrinos en busca de esperanza, hoy nos aferramos a Ti, Jesús Resucitado. Le damos la espalda a la muerte y te abrimos el corazón a Ti, que eres la Vida”, concluyó.

Al igual que días anteriores, el Santo Padre celebró la Misa con pocos asistentes debido a las medidas dictadas para evitar el contagio del coronavirus. Solo lo acompañaron algunos laicos y miembros de la curia.

La celebración de este año inició a las 9.00 p.m. (hora local). Debido a la emergencia de salud, se omitió la preparación de la vela de Pascua, así como el encendido de las velas a los presentes. Durante la ceremonia no se realizaron bautismos, solamente la renovación de las promesas bautismales.

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IMÁGENES DEL VÍA CRUCIS 2020 - PAPA FRANCISCO


Imágenes del Vía Crucis 
Plaza San Pedro
2020

Este año, el Vía Crucis tuvo lugar en la Plaza de San Pedro en lugar del Coliseo debido a la Pandemia. Como toda Semana Santa, hubo el Crucifijo de San Marcelo en Corso, al que se atribuye la salvación de la plaga de Roma en 1522.

Las meditaciones estuvieron a cargo de la Capellanía de la prisión "Due Palazzi" en Padua.














lunes, 6 de abril de 2020

ESTAS SON LAS MEDITACIONES DEL VÍA CRUCIS QUE PRESIDIRÁ EL PAPA FRANCISCO EL VIERNES SANTO 10 DE ABRIL DE 2020


Estas son las meditaciones del Vía Crucis que presidirá el Papa el Viernes Santo
Redacción ACI Prensa
 Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa



El Vaticano difundió las meditaciones de las 14 estaciones del Vía Crucis que presidirá el Papa Francisco el próximo Viernes Santo 10 de marzo.

Las meditaciones han sido propuestas por la capellanía del Centro Penitenciario “Due Palazzi” de Padua, una de las ciudades más golpeadas por la epidemia de coronavirus COVID-19 en Italia.


Las meditaciones las han redactado condenados a prisión (alguno a cadena perpetua), sus familiares, familiares de víctimas, funcionarios de prisiones, policías, educadores de instituciones penitenciarias, catequistas, un fraile de la pastoral penitenciaria y un sacerdote acusado y absuelto tras ocho años de proceso judicial.

El Papa Francisco pidió a la capellanía de este centro penitenciario encargarse este año de elaborar las meditaciones en una carta publicada el martes 10 de marzo en el periódico italiano Il Mattino de Padova.

En la carta, el Santo Padre explicó que el Vía Crucis es una “ocasión muy querida por el pueblo cristiano en la que acompañamos a Cristo a lo largo del camino hacia la Cruz”.

También dijo que “he elegido a la cárcel, en su totalidad, para que también en esta ocasión sean los últimos los que nos marquen el paso”.

Debido a la epidemia de coronavirus, este año el Vía Crucis del Viernes Santo presidido por el Pontífice no tendrá lugar en el Coliseo de Roma, como es tradicional. En su lugar, se celebrará a puerta cerrada, sin la presencia de fieles, en la Basílica de San Pedro, siguiendo así las indicaciones de Estado de la Ciudad del Vaticano para evitar nuevos contagios.

Lea AQUÍ las meditaciones completas del Vía Crucis del Viernes Santo.

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VÍA CRUCIS
PRESIDIDO POR EL SANTO PADRE
FRANCISCO

VIERNES SANTO
10 DE ABRIL DE 2020
PLAZA DE SAN PEDRO


Vía Crucis presidido por el Santo Padre Francisco


MEDITACIONES Y ORACIONES
propuestas por la capellanía
del Centro Penitenciario “Due Palazzi” de Padua  



I una persona condenada a cadena perpetua
II dos padres cuya hija fue asesinada
III una persona detenida
IV la madre de una persona detenida
V una persona detenida
VI una catequista de la parroquia
VII una persona detenida
VIII la hija de un hombre condenado a cadena perpetua
IX una persona detenida
X una educadora de instituciones penitenciarias
XI un sacerdote acusado y después absuelto
XII un juez de vigilancia penitenciaria
XIII un fraile voluntario
XIV un agente de policía penitenciaria


Introducción

Las meditaciones del Vía Crucis de este año han sido propuestas por la capellanía del Centro Penitenciario de cumplimiento “Due Palazzi” de Padua. Aceptando la invitación del Papa Francisco, catorce personas meditaron sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, actualizándola en su propia vida. Entre ellas figuran cinco personas detenidas, una familia víctima de un delito de homicidio, la hija de un hombre condenado a cadena perpetua, una educadora de instituciones penitenciarias, un juez de vigilancia penitenciaria, la madre de una persona detenida, una catequista, un fraile voluntario, un agente de policía penitenciaria y un sacerdote que fue acusado y ha sido absuelto definitivamente por la justicia, tras ocho años de proceso ordinario.

Acompañar a Cristo en el Camino de la Cruz, con la voz ronca de la gente que vive en el mundo de las cárceles, da la oportunidad para asistir al prodigioso duelo entre la vida y la muerte, descubriendo cómo los hilos del bien se entretejen inevitablemente con los hilos del mal. La contemplación del Calvario detrás de las rejas es creer que toda una vida se puede poner en juego en unos breves instantes, como le sucedió al buen ladrón. Bastará llenar esos instantes de verdad: el arrepentimiento por la culpa cometida, la convicción de que la muerte no es para siempre, la certeza de que Cristo es el inocente injustamente escarnecido. Todo es posible para el que cree, porque también en la oscuridad de las cárceles resuena el anuncio lleno de esperanza: «Para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). Si alguien le estrecha la mano, el hombre que fue capaz del crimen más horrendo podrá ser el protagonista de la resurrección más inesperada. Con la certeza de que «incluso cuando contamos el mal podemos aprender a dejar espacio a la redención, podemos reconocer en medio del mal el dinamismo del bien y hacerle sitio» (Mensaje del Santo Padre para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2020).

De este modo, el Vía Crucis se convierte en un Vía Lucis.

Los textos, recogidos por el capellán D. Marco Pozza y la voluntaria Tatiana Mario, fueron escritos en primera persona, pero se ha optado por no poner el nombre. Quien participó en esta meditación quiso prestar su voz a todos los que comparten la misma condición en el mundo. En esta tarde, en el silencio de las prisiones, la voz de uno desea convertirse en la voz de todos.


Oremos

Oh Dios, Padre todopoderoso,
que en tu Hijo Jesucristo
asumiste las llagas y los sufrimientos de la humanidad,
hoy tengo la valentía de suplicarte, como el ladrón arrepentido: “¡Acuérdate de mí!”.
Estoy aquí, solo ante Ti, en la oscuridad de esta cárcel,
pobre, desnudo, hambriento y despreciado,
y te pido que derrames sobre mis heridas
el aceite del perdón y del consuelo
y el vino de una fraternidad que reconforta el corazón.
Sáname con tu gracia y enséñame a esperar en la desesperación.
Señor mío y Dios mío, yo creo, ayúdame en mi incredulidad.
Padre misericordioso, sigue confiando en mí,
dándome siempre una nueva oportunidad,
abrazándome en tu amor infinito.
Con tu ayuda y el don del Espíritu Santo,
yo también seré capaz de reconocerte
y de servirte en mis hermanos.
Amén.


I estación
Jesús es condenado a muerte

Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Por tercera vez les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré». Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad (Lc 23,20-25).

Muchas veces, en los tribunales y en los periódicos, resuena ese grito: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Es un grito que también escuché referido a mí: fui condenado, junto con mi padre, a la pena de cadena perpetua. Mi crucifixión comenzó cuando era niño. Si pienso en ello, me veo acurrucado en el autobús que me llevaba a la escuela, marginado por mi tartamudez, sin relacionarme con nadie. Inicié a trabajar desde pequeño, sin tener posibilidad de estudiar. La ignorancia pudo más que mi ingenuidad. Después, el acoso le robó destellos de infancia a aquel niño nacido en la Calabria de los años setenta. Me parezco más a Barrabás que a Cristo y, sin embargo, la condena más feroz sigue siendo la de mi propia conciencia. De noche abro los ojos y busco desesperadamente una luz que ilumine mi historia.

Cuando estoy encerrado en la celda y releo las páginas de la Pasión de Cristo, comienzo a llorar. Después de veintinueve años en la cárcel, aún no he perdido la capacidad de llorar, de avergonzarme de mi historia pasada, del mal cometido. Me siento Barrabás, Pedro y Judas en una única persona. Me da asco el pasado, aun sabiendo que es mi propia historia. Viví años sometido al régimen de aislamiento previsto por el artículo 41-bis (de la Ley del sistema penitenciario italiano) y mi padre murió bajo esas mismas condiciones. Muchas veces, de noche, lo oía llorar en la celda. Lo hacía a escondidas, pero yo me daba cuenta. Ambos estábamos en una oscuridad profunda. Pero en esa no-vida, siempre busqué algo que fuera vida. Es extraño decirlo, pero la cárcel fue mi salvación. No me enfado si soy todavía Barrabás para alguien. Percibo en el corazón, que ese Hombre inocente, condenado como yo, vino a buscarme a la cárcel para educarme a la vida.

Señor Jesús, a pesar de los fuertes gritos que nos distraen, te vislumbramos entre la multitud de cuantos vociferan que debes ser crucificado, y tal vez entre ellos estamos también nosotros, inconscientes del mal del que podemos llegar a ser capaces. Desde nuestras celdas, queremos pedir a tu Padre por quienes, como Tú, están condenados a muerte, y por cuantos quieren remplazar todavía tu juicio supremo. 

Oremos

Oh Dios, que amas la vida, siempre nos das una nueva oportunidad a través de la reconciliación para que gustemos tu misericordia infinita, te suplicamos que infundas en nosotros el don de la sabiduría, para que consideremos a cada hombre y a cada mujer como templo de tu Espíritu, y respetemos su dignidad inviolable. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


II estación
Jesús con la cruz a cuestas

Los soldados se lo llevaron al interior del palacio —al pretorio— y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!». Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo (Mc 15,16-20).

En ese verano horrible, nuestra vida de padres murió junto a la de nuestras dos hijas. Una fue asesinada con su mejor amiga por la violencia ciega de un hombre sin piedad; la otra, que sobrevivió de milagro, fue privada para siempre de su sonrisa. Nuestra vida ha sido una vida de sacrificios, cimentada en el trabajo y la familia. Enseñamos a nuestros hijos el respeto por el otro y el valor del servicio hacia el que es más pobre. A menudo nos preguntamos: “¿Por qué a nosotros este mal que nos ha devastado?”. No encontramos paz; tampoco la justicia, en la que siempre hemos creído, fue capaz de curar las heridas más profundas. Nuestra condena al sufrimiento durará hasta el final.

El tiempo no alivió el peso de la cruz que nos pusieron sobre los hombros, es imposible olvidar a quien hoy ya no está. Somos ancianos, cada vez más desvalidos, y somos víctimas del peor dolor que pueda existir: sobrevivir a la muerte de una hija.

Es difícil decirlo, pero en el momento en que parece que la desesperación toma el control, el Señor nos sale al encuentro de diferentes maneras, dándonos la gracia de amarnos como esposos, sosteniéndonos el uno al otro, a pesar de las dificultades. Él nos invita a tener abierta la puerta de nuestra casa al más débil, al desesperado, acogiendo a quien llama aunque sólo sea por un plato de sopa. Haber hecho de la caridad nuestro mandamiento es para nosotros una forma de salvación, no queremos rendirnos ante el mal. En efecto, el amor de Dios es capaz de regenerar la vida porque, antes que nosotros, su Hijo Jesús experimentó el dolor humano para poder sentir ante el mismo la justa compasión.

Señor Jesús, nos hace tanto mal verte golpeado, despreciado y despojado, víctima inocente de una crueldad inhumana. En esta noche de dolor, nos dirigimos suplicantes a tu Padre para confiarle a todos los que han sufrido violencias e injusticias.

Oremos

Oh Dios, justicia y redención nuestra, que nos diste a tu único Hijo glorificándolo en el trono de la Cruz, infunde tu esperanza en nuestros corazones para reconocerte presente en los momentos oscuros de nuestra vida. Consuélanos en toda aflicción y sostennos en las pruebas, mientras esperamos tu Reino. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


III estación
Jesús cae por primera vez

Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes (Is 53,4-6).

Fue la primera vez que caí, pero esa caída fue para mí la muerte: le quité la vida a una persona. Un día fue suficiente para pasar de una vida irreprochable a cumplir un gesto que encierra la violación de todos los mandamientos. Me siento la versión moderna del ladrón que implora a Cristo: «¡Acuérdate de mí!». Más que arrepentido, lo imagino como uno que es consciente de estar en el camino equivocado. De mi infancia, recuerdo el ambiente frío y hostil en el que crecí. Bastaba descubrir una fragilidad en el otro para traducirla en una forma de diversión. Buscaba amigos sinceros, buscaba ser aceptado tal como era, sin poder lograrlo. Sufría por la felicidad de los demás, sentía que todo eran obstáculos, me pedían sólo sacrificios y reglas que respetar. Me sentí un extraño para todos y busqué, a cualquier precio, mi venganza.

No me di cuenta que el mal, lentamente, crecía dentro de mí. Hasta que una tarde, sobrevino mi hora de las tinieblas: en un momento, como una avalancha, se desencadenaron dentro de mí los recuerdos de todas las injusticias sufridas en la vida. La rabia asesinó a la amabilidad, cometí un mal inmensamente mayor a todos los que había recibido. Después, en la cárcel, el insulto de los demás se convirtió en desprecio hacia mí mismo. Bastaba poco para acabar con todo, estaba al límite. También conduje a mi familia al precipicio, por mi causa perdieron su apellido, el honor, se convirtieron solamente en la familia del asesino. No busco excusas ni rebajas, expiaré mi pena hasta el último día porque en la cárcel he encontrado gente que me ha devuelto la confianza que perdí.

Mi primera caída fue pensar que en el mundo no existiese la bondad. La segunda, el homicidio, fue casi una consecuencia; ya estaba muerto por dentro.    

Señor Jesús, Tú también caíste por tierra. La primera vez es quizá la más dura porque todo es nuevo; el golpe es fuerte y prevalece el desconcierto. Confiamos a tu Padre a quienes se cierran en sus propias razones y no logran reconocer las culpas cometidas.

Oremos

Oh Dios, que levantaste al hombre de su caída, te suplicamos: ven en ayuda de nuestra debilidad y concédenos ojos capaces de contemplar los signos de tu amor que están diseminados en nuestra vida cotidiana. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


IV estación
Jesús encuentra a su madre

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio (Jn 19,25-27).

Cuando condenaron a mi hijo, ni siquiera por un instante tuve la tentación de abandonarlo. El día que lo arrestaron toda nuestra vida cambió, toda la familia entró con él en la prisión. Todavía hoy, el juicio de la gente no se aplaca, es una cuchilla afilada. Los dedos que nos señalan aumentan el sufrimiento que ya llevamos en el corazón.

Las heridas empeoran con el pasar de los días, quitándonos hasta la respiración.

Percibo la cercanía de la Virgen. Me ayuda a no dejarme vencer por la desesperación, a soportar la malicia. Encomendé a mi hijo a María; solamente a ella le puedo confiar mis miedos, puesto que ella misma los experimentó mientras subía al Calvario. En su corazón sabía que su Hijo no podría escapar de la crueldad del hombre, pero no lo abandonó. Estaba allí, compartiendo su dolor, haciéndole compañía con su presencia. Imagino que Jesús, levantando la mirada, encontró sus ojos llenos de amor, y no se sintió nunca solo.

Yo también quiero hacer eso.

Cargué con las culpas de mi hijo, también pedí perdón por mis responsabilidades. Imploro para mí la misericordia que sólo una madre puede experimentar, para que mi hijo pueda volver a vivir después de haber expiado su pena. Rezo continuamente por él para que, día tras día, pueda convertirse en un hombre distinto, capaz de amarse nuevamente a sí mismo y a los demás.

Señor Jesús, el encuentro con tu Madre en el camino de la cruz es quizá el más conmovedor y doloroso. Entre su mirada y la tuya ponemos la de todos los familiares y amigos que se sienten destrozados e impotentes por la suerte de sus seres queridos.

Oremos

Oh María, madre de Dios y de la Iglesia, fiel discípula de tu Hijo, nos dirigimos a ti para confiar a tu mirada amorosa y al cuidado de tu corazón maternal el grito de la humanidad que gime y sufre, mientras espera el día en que se enjugarán todas las lágrimas de nuestros rostros. Amén.



V estación
El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz

Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús (Lc 23,26).

Con mi trabajo, ayudé a generaciones de niños a caminar erguidos. Después, un día, me encontré tirado por tierra. Fue como si me hubieran roto la columna. Mi trabajo se volvió el pretexto de una acusación infamante. Entré en la cárcel, la cárcel entró en mi casa. Desde entonces me convertí en un vagabundo por la ciudad; perdí mi nombre, me llaman con el nombre del delito por el que la justicia me acusa, ya no soy el dueño de mi vida. Cuando lo pienso, me vuelve a la mente ese niño con los zapatos rotos, los pies mojados, la ropa usada; una vez, yo era ese niño. Después, un día, el arresto: tres hombres uniformados, un rígido protocolo, la cárcel que me traga vivo en su cemento.

La cruz que me cargaron en la espalda es pesada. Con el pasar del tiempo aprendí a convivir con ella, a mirarla a la cara, a llamarla por su nombre. Pasamos noches enteras haciéndonos compañía mutuamente. Dentro de las cárceles, a Simón de Cirene lo conocen todos; es el segundo nombre de los voluntarios, de quien sube a este calvario para ayudar a cargar una cruz. Es gente que rechaza las leyes de la manada poniéndose a la escucha de la conciencia. Además, Simón de Cirene es mi compañero de celda. Lo conocí la primera noche que pasé en la cárcel. Era un hombre que había vivido durante años en un banco, sin afectos ni ingresos. Su única riqueza era una caja de dulces. Él, aun cuando era goloso, insistió que la llevase a mi mujer la primera vez que vino a verme. Ella comenzó a llorar por ese gesto tan inesperado como afectuoso.

Estoy envejeciendo en la cárcel. Sueño con volver a confiar en el hombre algún día, con convertirme en un cirineo de la alegría para alguien.

Señor Jesús, desde el momento de tu nacimiento hasta el encuentro con un desconocido que te llevó la cruz, quisiste tener necesidad de nuestra ayuda. También nosotros, como el Cirineo, queremos hacernos prójimos de nuestros hermanos y hermanas, y colaborar con la misericordia del Padre para aliviar el yugo del mal que los oprime.

Oremos

Oh Dios, defensor de los pobres y consuelo de los afligidos, protégenos con tu presencia y ayúdanos a llevar cada día el dulce yugo de tu mandamiento del amor. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


VI estación
La Verónica enjuga el rostro de Jesús

Oigo en mi corazón:
«Buscad mi rostro».
Tu rostro buscaré, Señor.
No me escondas tu rostro.
No rechaces con ira a tu siervo,
que Tú eres mi auxilio;
no me deseches, no me abandones,
Dios de mi salvación (Sal 27,8-9).

Como catequista enjugo muchas lágrimas, dejándolas correr. No se puede encauzar el desbordamiento de los corazones desgarrados. Muchas veces encuentro hombres desesperados que, en la oscuridad de la prisión, buscan un porqué al mal que les parece infinito. Esas lágrimas tienen el sabor del fracaso y de la soledad, del remordimiento y de la falta de comprensión. Con frecuencia imagino a Jesús en la cárcel, en mi lugar: ¿Cómo enjugaría esas lágrimas? ¿Cómo calmaría la angustia de esos hombres que no encuentran una salida a aquello en lo que se han convertido sucumbiendo al mal?

Encontrar una respuesta es un ejercicio arduo, a menudo incomprensible para nuestras pequeñas y limitadas lógicas humanas. El camino que me sugiere Cristo es contemplar esos rostros desfigurados por el sufrimiento sin tener miedo. Me pide quedarme allí, a su lado, respetando sus silencios, escuchando su dolor, buscando mirar más allá de los prejuicios. Exactamente como Cristo mira nuestras fragilidades y nuestros límites, con ojos llenos de amor. A cada uno, también a las personas que están recluidas, se nos ofrece cada día la posibilidad de convertirnos en personas nuevas, gracias a esa mirada que no juzga, sino que infunde vida y esperanza.

Y, de ese modo, las lágrimas derramadas pueden transformarse en el germen de una belleza que era incluso difícil imaginar. 

Señor Jesús, la Verónica tuvo compasión de Ti, encontró un hombre que estaba sufriendo y descubrió el rostro de Dios. En la oración confiamos a tu Padre a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo que siguen enjugando las lágrimas de muchos hermanos nuestros.

Oremos

Oh Dios, luz verdadera y fuente de la luz, que en la debilidad revelas la omnipotencia y la radicalidad del amor, imprime tu rostro en nuestros corazones, para que sepamos reconocerte en los padecimientos de la humanidad. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


VII estación
Jesús cae por segunda vez

Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte (Lc 23,34).

Cuando pasaba delante de una cárcel, miraba para otro lado: “Bueno, yo no acabaré nunca ahí dentro”, me decía a mí mismo. Las veces que la miraba respiraba tristeza y oscuridad, me parecía que pasaba junto a un cementerio de muertos vivientes. Un día acabé entre rejas, junto con mi hermano. Como si no fuera suficiente, también conduje allí dentro a mi padre y a mi madre. La cárcel, que era para mí como un país extranjero, se convirtió en nuestra casa. En una celda estábamos nosotros, los hombres, en otra nuestra madre. Los miraba, sentía vergüenza de mí mismo, ya no podía llamarme hombre. Están envejeciendo en la prisión por mi culpa. 

Caí en tierra dos veces. La primera cuando el mal me cautivó y yo sucumbí. Traficar con droga, en mi opinión, valía más que el trabajo de mi padre, que se deslomaba diez horas al día. La segunda fue cuando, después de haber arruinado a la familia, empecé a preguntarme: “¿Quién soy yo para que Cristo muera por mí?”. El grito de Jesús —«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»— lo leo en los ojos de mi madre, que asumió la vergüenza de todos los hombres de la casa para salvar a la familia. Y tiene el rostro de mi padre que se desesperaba de manera escondida en la celda. Sólo ahora soy capaz de admitirlo; en aquellos años no sabía lo que hacía. Ahora que lo sé, con la ayuda de Dios estoy intentando reconstruir mi vida. Lo debo a mis padres, que años atrás subastaron nuestras cosas más queridas porque no querían que estuviese en la calle. Lo debo sobre todo a mí mismo, pues la idea de que el mal siga controlando mi vida es insoportable. Esto se ha convertido en mi vía crucis.

Señor Jesús, estás otra vez caído por tierra, fatigado por mi apego al mal, por mi miedo a no lograr ser una persona mejor. Con fe nos dirigimos a tu Padre y le pedimos por todos los que todavía no han podido huir del poder de Satanás, del atractivo de sus obras y de sus mil formas de seducción.

Oremos

Oh Dios, que no nos abandonas en las tinieblas y en las sombras de la muerte, sostiene nuestra debilidad, líbranos de las cadenas del mal y protégenos con el escudo de tu poder, para que podamos cantar eternamente tu misericordia. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


VIII estación
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén

Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: “Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces empezarán a decirles a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a las colinas: “Cubridnos”» (Lc 23,27-30).

Como hija de una persona detenida, en algunas ocasiones me preguntaron: “Usted siente gran afecto por su papá, ¿piensa alguna vez en el dolor que su padre causó a las víctimas?”. En todos estos años, jamás eludí la respuesta; les digo: “Cierto, es imposible dejar de pensar en ello”. Después, yo también les hago otra pregunta: “¿Habéis pensado alguna vez que, entre todas las víctimas de las acciones de mi padre, yo fui la primera? Hace veintiocho años que estoy cumpliendo la condena de crecer sin padre”. Durante todos estos años viví con rabia, inquietud, tristeza. Su ausencia es cada vez más dura de soportar. Crucé Italia, de sur a norte, para estar a su lado. Conozco las ciudades no por sus monumentos sino por las cárceles que visité. Me parece que soy como Telémaco cuando busca a su padre Ulises. Lo mío es un “Giro de Italia” de cárceles y de afectos.

Hace años perdí el amor porque soy la hija de un hombre detenido, mi madre cayó víctima de la depresión, la familia se derrumbó. Quedé yo, con mi salario escaso, para sostener el peso de esta historia hecha trizas. La vida me obligó a convertirme en mujer sin dejarme tiempo para ser niña. En nuestra casa, todo es un vía crucis: papá es uno de esos condenados a cadena perpetua. El día que me casé, soñaba con tenerlo a mi lado. También él pensó en mí en ese momento, a cientos de kilómetros de distancia. “¡Es la vida!”, me repito para darme ánimo. Es verdad, hay padres que, por amor, aprenden a esperar que los hijos maduren. Yo, por amor, tengo que esperar el regreso de papá.

Para gente como nosotros la esperanza es una obligación.

Señor Jesús, el reproche a las mujeres de Jerusalén lo sentimos como una advertencia para cada uno de nosotros. Nos invita a la conversión, pasando de una religión sentimentalista a una fe arraigada en tu Palabra. Te pedimos por quienes están obligados a soportar el peso de la vergüenza, el sufrimiento del abandono, el vacío de una presencia. Y por cada uno de nosotros, para que no permitamos que las culpas de los padres recaigan sobre los hijos.

Oremos

Oh Dios, Padre de toda bondad, que no abandonas a tus hijos en las pruebas de la vida, concédenos la gracia de poder descansar en tu amor y de gozar siempre del consuelo de tu presencia. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


IX estación
Jesús cae por tercera vez

Es bueno que el hombre cargue con el yugo desde su juventud. Siéntese solo y silencioso cuando el Señor se lo impone; ponga su boca en el polvo, quizá haya esperanza; ponga la mejilla al que lo maltrata y se harte de oprobios. Porque el Señor no rechaza para siempre; y si hace sufrir, se compadece conforme a su inmensa bondad (Lam 3,27-32).

Caerse al suelo nunca es agradable. Pero hacerlo varias en repetidas ocasiones, además de no ser agradable se convierte incluso en una especie de condena, como si ya no se fuera capaz de permanecer en pie. Como hombre caí demasiadas veces, y otras tantas me levanté. En la cárcel pienso a menudo cuántas veces un niño se cae al suelo antes de aprender a caminar. Me estoy convenciendo de que esos son ensayos para los momentos en que caeremos cuando seamos mayores. Desde pequeño experimenté la cárcel dentro de mi casa; vivía en la angustia del castigo, alternaba la tristeza de los adultos con la despreocupación de los niños. De esos años recuerdo a la hermana Gabriela, la única imagen alegre. Fue la única que percibió en mí lo mejor dentro de lo peor. Como Pedro busqué y encontré mil excusas a mis errores; lo raro es que un fragmento de bien siempre permaneció encendido dentro de mí.

En la cárcel me convertí en abuelo; me perdí el embarazo de mi hija. Un día, a mi nieta no le contaré el mal que cometí, sino solamente el bien que encontré. Le hablaré de quien, cuando estaba caído, me llevó la misericordia de Dios. En la cárcel, la verdadera desesperación es sentir que ya nada de tu vida tiene sentido. Es la cumbre del sufrimiento, te sientes el más solo de todos los solitarios del mundo. Es verdad que me rompí en mil pedazos, pero lo más hermoso es que esos pedazos todavía se pueden recomponer. No es fácil, pero es lo único que aquí dentro todavía tiene un sentido.

Señor Jesús, por tercera vez caes por tierra y, cuando todos piensan que es el final, una vez más te levantas. Con confianza nos ponemos en las manos de tu Padre y le encomendamos a quienes se sienten atrapados en los abismos de los propios errores, para que tengan la fuerza de levantarse y la valentía de dejarse ayudar.

Oremos

Oh Dios, fortaleza de quien en Ti espera, que concedes vivir en paz a quien sigue tus enseñanzas, sostiene nuestros pasos temerosos, levántanos de las caídas de nuestra infidelidad y derrama sobre nuestras heridas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


X estación
Jesús es despojado de sus vestiduras

Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: «No la rasguemos, sino echémosla a suerte, a ver a quién le toca». Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica» (Jn 19,23-24).

Como educadora de instituciones penitenciarias veo entrar en la cárcel a hombres privados de todo, despojados de toda dignidad como consecuencia de las culpas cometidas, de todo respeto en relación a sí mismos y a los demás. Cada día me doy cuenta de que su autonomía disminuye detrás de las rejas. Necesitan de mí incluso para escribir una carta. Estas son las criaturas suspendidas que me confían: unos hombres indefensos, exasperados en su fragilidad, a menudo privados de lo necesario para comprender el mal cometido. Sin embargo, por momentos se parecen a unos niños recién nacidos que todavía pueden moldearse. Percibo que sus vidas pueden volver a comenzar en otra dirección, dando definitivamente la espalda al mal.

Pero mis fuerzas disminuyen día a día. Ser un embudo de rabia, de dolor y de rencores rumiados acaba por desgastar incluso al hombre y a la mujer más preparados. Elegí este trabajo después de que un joven, que estaba bajo los efectos de estupefacientes, matara a mi madre en un choque frontal. Enseguida decidí responder a ese mal con el bien. Pero, aun amando este trabajo, en ocasiones me cuesta encontrar la fuerza para llevarlo adelante.

Necesitamos sentirnos acompañados en este servicio tan delicado, para poder sostener las numerosas vidas que se nos confían y que cada día corren el riesgo de naufragar.

Señor Jesús, al contemplarte despojado de tus vestiduras experimentamos incomodidad y vergüenza. En efecto, ante la verdad desnuda, ya desde el primer hombre comenzamos a escapar. Nos escondemos detrás de máscaras de respetabilidad y tejemos ropas de mentiras, a menudo con los jirones deshilachados de los pobres, usados por nuestra avidez de dinero y de poder. Que tu Padre tenga piedad de nosotros y nos ayude con paciencia a ser más sencillos, más transparentes, más auténticos; capaces de abandonar definitivamente las armas de la hipocresía.

Oremos

Oh Dios, que nos haces libres con tu verdad, despójanos del hombre viejo que pone resistencia en nuestro interior y revístenos con tu luz, para ser en el mundo el reflejo de tu gloria. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


XI estación
Jesús es clavado en la cruz

Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,33-43).

Cristo clavado en la cruz. Como sacerdote, muchas veces medité esta página del Evangelio. Y cuando un día me pusieron en una cruz, sentí todo el peso de aquel madero: la acusación estaba hecha de palabras duras como clavos, se me hizo muy cuesta arriba, el padecimiento se me grabó en la piel. El momento más oscuro fue ver mi nombre colgado fuera de la sala del tribunal; en ese instante comprendí que era un hombre que estaba obligado a demostrar su inocencia sin ser culpable. Estuve colgado en la cruz durante diez años, fue mi vía crucis, lleno de legajos, sospechas, acusaciones, injurias. Cada vez que iba a los tribunales buscaba el Crucifijo allí colgado; lo miraba fijamente mientras la ley investigaba mi historia.

La vergüenza me llevó por un instante a la idea de pensar que era mejor acabar con todo. Pero luego decidí seguir siendo el sacerdote que siempre había sido. Nunca pensé en aligerar la cruz, ni siquiera cuando la ley me lo concedía. Elegí someterme al juicio ordinario; lo debía a mí mismo, a los jóvenes que eduqué durante los años de Seminario, a sus familias. Mientras subía mi calvario, los encontré a todos a lo largo del camino; se convirtieron en mis cirineos, soportaron conmigo el peso de la cruz, me enjugaron muchas lágrimas. Junto a mí, muchos de ellos rezaron por el joven que me acusó; nunca dejaremos de hacerlo. El día que fui absuelto de todos los cargos, descubrí que era más feliz que diez años atrás; pude tocar con mi mano la acción de Dios en mi vida. Colgado en la cruz, mi sacerdocio se iluminó.

Señor Jesús, tu amor sin límites por nosotros te llevó a la Cruz. Estás muriendo, pero no te cansas de perdonarnos y de darnos vida. Confiamos a tu Padre a los inocentes de la historia que sufrieron una condena injusta. Que resuene en sus corazones el eco de tu palabra: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

Oremos

Oh Dios, fuente de misericordia y de perdón, que te revelas en los sufrimientos de la humanidad, ilumínanos con la gracia que brota de las llagas del Crucificado y concédenos perseverar en la fe durante la noche oscura de la prueba. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


XII estación
Jesús muere en la cruz

Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró (Lc 23,44-46).

Como juez de vigilancia penitenciaria, no puedo clavar a un hombre, a cualquier hombre, en su condena; sería condenarlo por segunda vez. Es necesario que el hombre expíe el mal que cometió; no hacerlo sería banalizar sus delitos y justificar las acciones intolerables que realizó, causando a otros sufrimiento físico y moral.

Pero una verdadera justicia sólo es posible a través de la misericordia, que no clava al hombre en la cruz para siempre, sino que se ofrece como guía para ayudarlo a levantarse, enseñándole a captar el bien que, no obstante el mal cometido, nunca se apaga totalmente en su corazón. Sólo recobrando su propia humanidad, la persona condenada podrá reconocer esa humanidad en el otro, en la víctima a la que provocó dolor. Este recorrido de recuperación es tortuoso y el riesgo de volver a caer en el mal está siempre al acecho, pero no existen otros caminos para tratar de reconstruir una historia personal y colectiva.

La rigidez del juicio pone a dura prueba la esperanza del hombre; ayudarlo a reflexionar y a preguntarse por las motivaciones de sus acciones podría convertirse en una ocasión para mirarse desde otra perspectiva. Pero para hacer esto, sin embargo, es necesario aprender a reconocer a la persona que está escondida detrás de la culpa cometida. Así, en ocasiones se logra entrever un horizonte que puede infundir esperanza a las personas condenadas y, una vez expiada la pena, devolverlas a la sociedad, invitando a los hombres a volver a acogerlas después de haberlas, quizás, por un tiempo rechazado.

Porque todos, aun siendo condenados, somos hijos de la misma humanidad.

Señor Jesús, mueres por una sentencia corrompida, pronunciada por jueces inicuos y atemorizados por la fuerza impetuosa de la Verdad. A tu Padre confiamos a los magistrados, a los jueces y a los abogados, para que se mantengan con rectitud en el servicio que ejercen a favor del Estado y de sus ciudadanos, sobre todo de los que sufren por una situación de pobreza.

Oremos

Oh Dios, rey de justicia y de paz, que en el grito de tu Hijo acogiste el grito de toda la humanidad, enséñanos a no identificar a la persona con el mal que cometió y ayúdanos a percibir en cada uno la llama viva de tu Espíritu. Por Cristo nuestro Señor. Amén.


XIII estación
Jesús es bajado de la cruz

Había un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); era natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía (Lc 23,50-53).

Las personas detenidas son, desde siempre, mis maestros. Hace sesenta años que entro en las cárceles como fraile voluntario, y siempre bendije el día que, por primera vez, encontré este mundo escondido. En esas miradas comprendí con claridad que yo mismo, si mi vida hubiera tomado otra dirección, hubiera podido estar en su lugar. Nosotros, cristianos, caemos a menudo en la ilusión de sentirnos mejores que los demás, como si el hecho de poder ocuparnos de los pobres nos diera una superioridad tal que nos convierte en jueces de los demás, condenándolos todas las veces que queramos, sin dar oportunidad de defensa.

Cristo eligió y quiso estar en su vida con los últimos; recorrió las periferias olvidadas del mundo rodeado de ladrones, leprosos, prostitutas y estafadores. Quiso compartir la miseria, la soledad y la turbación. Siempre pensé que este era el verdadero sentido de sus palabras: «Estuve en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,36).

Pasando de una a otra celda veo la muerte que habita en su interior. La cárcel sigue sepultando a hombres vivos; son historias que ya nadie quiere. A mí, Cristo me repite una y otra vez: “Continúa, no te detengas. Sigue cargándolos en tus brazos”. No puedo dejar de escucharlo; Él está siempre, aun en el interior del peor de los hombres, por más manchado que esté su recuerdo. Sólo debo frenar mi frenesí, detenerme en silencio delante de esos rostros devastados por el mal y escucharlos con misericordia. Es la única manera que conozco para acoger al hombre, quitando de mi mirada el error que cometió. Solamente así podrá confiar y encontrar la fuerza para rendirse ante el Bien, imaginándose distinto de como se ve ahora.

Señor Jesús, ahora a tu cuerpo, deformado por tanta maldad, lo envuelven en una sábana y lo entregan a la tierra desnuda: esta es la nueva creación. Confiamos a tu Padre la Iglesia, que nace de tu costado abierto, para que nunca se rinda ante el fracaso y la apariencia, sino que siga saliendo para llevar a todo el mundo el anuncio gozoso de la salvación.

Oremos

Oh Dios, principio y fin de todo lo creado, que en la Pascua de Cristo redimiste a toda la humanidad, danos la sabiduría de la Cruz para poder abandonarnos a tu voluntad, aceptándola con ánimo alegre y agradecido. Por Cristo nuestro Señor. Amén.



XIV estación
Jesús es puesto en el sepulcro

Era el día de la Preparación y estaba para empezar el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea lo siguieron, y vieron el sepulcro y cómo había sido colocado su cuerpo. Al regresar, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron de acuerdo con el precepto (Lc 23,54-56).

En mi misión de agente de policía penitenciaria, cada día experimento el sufrimiento de quien vive recluido. No es fácil relacionarse con quien fue vencido por el mal y causó enormes heridas a otros hombres, haciendo difíciles tantas vidas. Pero la indiferencia en la cárcel crea más daños aún en la historia de quien fracasó y está pagando su deuda a la justicia. Un compañero, que fue mi maestro, repetía con frecuencia: “La cárcel te transforma. Un hombre bueno puede convertirse en un hombre sádico; uno malvado podría llegar a ser mejor persona”. El resultado también depende de mí, y apretar los dientes es esencial para alcanzar el objetivo de nuestro trabajo: dar otra posibilidad a quien contribuyó al mal. Para lograrlo, no puedo limitarme a abrir y cerrar una celda, sin hacerlo con un poco de humanidad.

Cada uno tiene su tiempo, y las relaciones humanas pueden florecer poco a poco, incluso dentro de este mundo difícil. Esto se traduce en gestos, atenciones y palabras capaces de marcar la diferencia, aun cuando se pronuncian en voz baja. No me avergüenzo de ejercer el diaconado permanente vistiendo el uniforme, que llevo con orgullo. Conozco el sufrimiento y la desesperación; los experimenté siendo niño. Mi pequeño deseo es ser punto de referencia para quienes encuentro detrás de las rejas. Hago todo lo que puedo por defender la esperanza de aquellas personas que se encierran en sí mismas, que sienten temor ante la idea de salir un día y correr el riesgo de ser rechazadas una vez más por la sociedad.

En la cárcel les recuerdo que, con Dios, ningún pecado tendrá jamás la última palabra.

Señor Jesús, una vez más te entregan a las manos del hombre, pero esta vez te acogen las manos amables de José de Arimatea y de algunas mujeres piadosas venidas de Galilea, que saben que tu cuerpo es precioso. Estas manos representan las manos de todas las personas que nunca se cansan de servirte y que hacen visible el amor del que el hombre es capaz. Este amor es el que justamente nos hace esperar en que un mundo mejor es posible; sólo basta que el hombre esté dispuesto a dejarse alcanzar por la gracia que viene de Ti. En la oración confiamos a tu Padre, de modo particular, a todos los agentes de la policía penitenciaria y a cuantos, de una u otra manera, colaboran en las cárceles.

Oremos

Oh Dios, eterna luz y día sin ocaso, colma de tus bienes a los que se dedican a tu alabanza y al servicio del que sufre, en los innumerables lugares de sufrimiento de la humanidad. Por Cristo nuestro Señor. Amén.